Un amigo me recuerda que hoy (ayer para ustedes) se cumplen veinte años desde la muerte de Carl Sagan, quien no solo fue un científico notable y un divulgador excepcional, sino un humanista que sostuvo que el compromiso con la ciencia debía sustentarse en un compromiso moral, en un compromiso como ciudadano de un planeta llamado Tierra un tanto arbitrariamente. Desde luego uno recuerdo con nostalgia la espléndida inteligencia narrativa de una serie divulgativa como Cosmos, que recorrió triunfalmente todas las cadenas durante los años ochenta. Qué maravilloso poder evocador desplegaba Sagan, que cualidad hipnótica y a la vez deslumbrante evidenciaban unos guiones apoyados por una parafernalia de efectos visuales: algunos han envejecidos, pero otros, los más sencillos, no, como la expresión gráfica y espacial del llamado año cósmico. Sin embargo, el Sagan más interesante es el de sus libros: Los dragones del Edén, El mundo y sus demonios, Miles de millones, Un punto azul pálido. Para cualquier aficionado -incluso en los límites del analfabetismo como un servidor- a la divulgación científica y al debate intelectual son libros frescos, atrevidos, siempre sugerentes y prodigiosamente vivos y estimulantes que comienzan con una cortesía que también es una forma de ética elemental: el respeto a la inteligencia del lector.

En todos los aspectos que le interesaban al doctor Sagan (la astrofísica, el ambigüo estatuto social de la ciencia, las posibilidades de vida extraterrestre y la astronaútica, los límites de la avariciosa estupidez de nuestras sociedades, las supersticiones y la incultura como enemigos del género humano, las grandezas y miserias de nuestra especie, la amenaza ecológica, las potencialidades y abusos de la tecnología) es fundamental la reivindicación del escepticismo, no como una envarada actitud filosófica, sino como una metodología para enfrentarse a la vida cotidiana tanto como a la labor científica. Ahora, el escepticismo, la vieja escuela de la sospecha, tiene mala prensa. Ahora, y quizás siempre, la gente no quiere ser escéptica: quiere creer desesperadamente, anhela ser engatusada, seducida, manipulada, pero nunca habían existido tantas alternativas e instrumentos técnicos para satisfacer de inmediato esta demanda demencial de mentiras, exageraciones, conspiraciones, mitos instantáneos, relatos a la carta. Porque se trata, desde luego, de alimentarse con mentiras, enormidades y estupideces que confirmen mis prejuicios. Ayer me encontré con uno de esos infelices en las redes sociales. Un individuo que jamás creería un medio de comunicación financiado directamente por un Gobierno en Europa, pero que encuentra que una revista digital financiada por las autoridades sirias es una legítima fuente de información. ¿Pues no explica que la exclusiva responsabilidad de lo que ocurre en Siria es de Estados Unidos y la OTAN y que Putin es un sujeto admirable? Pues ya está. Con eso basta. Sí, Carl Sagan, y el escepticismo, siguen siendo, son más que nunca, una asignatura pendiente en un mundo tan hipercomunicado como ensimismado tribalmente en sus propias necedades y miedos.