El tercer y último artículo sobre la política exterior de Donald Trump lo dedico a Europa. El próximo mes de marzo celebraremos el sesenta aniversario del Tratado de Roma que fundó la Unión Europea (EU), en un momento complicado para nuestro continente. A una crisis económica, social, financiera e institucional sin precedentes se añaden dudas internas sobre nuestro futuro colectivo con el auge de nacionalismos xenófobos e insolidarios, mientras los euroescépticos campan por sus respetos y nos acechan enemigos exteriores tanto desde el este como desde el sur. Solo nos faltaba Donald Trump.

La Unión Europea es una organización supranacional y original que promueve la libre circulación de personas, mercancías, capitales y servicios, que defiende el libre comercio, que trata de proteger el medio ambiente luchando contra el cambio climático, que propugna valores democráticos, que respeta los tratados internacionales y que cree en la necesidad de foros internacionales para la resolución pacífica de conflictos. Europa, en definitiva, defiende una visión multilateral de un mundo globalizado muy diferente que la que Donald Trump tiene en su mente, en clara oposición con Obama, que consideraba que la UE era nada menos que «uno de los grandes logros políticos y económicos de la historia humana».

Y eso que norteamericanos, en general, no «ven» a Europa como unión sino a los diferentes países que la integran, en especial Alemania, Reino Unido y Francia. Los demás solo existimos cuando les interesamos para algún asunto concreto y en esto Trump no es ninguna excepción. Hasta ahora ha hablado poco de Europa y cuando lo ha hecho ha sido para decir cosas tan preocupantes como que «se construyó para destruir a los Estados Unidos», lo cual muestra a la vez su desconocimiento de la historia, pues Europa se hizo para acabar con las guerras en el continente, y su ignorancia geopolítica porque si algo debe preocupar a Washington no es una Europa fuerte sino una Europa demasiado débil. También ha apoyado con entusiasmo el brexit hasta el punto de autodenominarse como «mister Brexit» y decir que le gustaría ver a Nigel Farage como embajador en los EEUU. Trump no quiere acuerdos de libre comercio y eso significa que los días del Tratado Trasatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP) están contados, porque tampoco se atreven con él unos franceses y alemanes que tienen elecciones en unos meses. Con suerte, porque lo creo conveniente para nuestros intereses, el TTIP quedará en hibernación a la espera de tiempos mejores, y si no la tiene será enterrado sin grandes ceremonias. La guinda fue su afirmación de que los conflictos europeos no valen la sangre de soldados americanos, en contradicción con lo que los Estados Unidos han hecho en las dos guerras mundiales y con la protección que nos han venido dando desde 1945. Sus afirmaciones poniendo en duda la validez del artículo 5 de defensa mutua entre los miembros de la Organización, para limitar el apoyo americano a aquéllos países que gasten en Defensa más del 2% de su PNB, ha dañado a la credibilidad OTAN mientras hace correr un escalofrío por la espalda de países que han sufrido el yugo soviético, como los Bálticos. Por si esto fuera poco, Trump ve con simpatía la ambición de Putin de labrarse una esfera de influencia en Europa central, en torno a las fronteras rusas. Como consecuencia, los europeos no tendremos más remedio que gastar más en nuestra defensa, en un preocupante contexto en el que tanto rusos como americanos vuelven a hablar de rearme nuclear.

Por otra parte, Trump no ha ahorrado elogios a líderes autoritarios como Erdogan, Sissi o el húngaro Víctor Orban, a quién ya ha invitado a visitarle en Washington. Y las mismas simpatías puede esperar Kaczinski en Polonia, porque Trump ya ha dicho que la promoción de la democracia o de los derechos humanos, que estos líderes europeos no respetan, no están entre sus prioridades. Por eso ya se habla de una «Internacional Iliberal» que agrupe a quiénes piensan que no es preciso proteger los derechos de las minorías o que jueces y periodistas deben ser tutelados por el poder Ejecutivo. Aún así creo que los valores democráticos están fuertemente asentados en nuestro continente, como ha demostrado la elección de Van der Bellen a la presidencia de Austria y por eso espero que en las elecciones del próximo marzo en Holanda los votantes pongan freno a la extrema derecha de Geert Wilders y permitan seguir gobernando al derechista Partido del Pueblo del primer ministro Mark Rutte. En abril las presidenciales en Francia conducirán a una segunda vuelta donde cabe esperar que los demócratas se unan probablemente en torno a Fillon para impedir que Marine Le Pen llegue al Elíseo. Y en septiembre Angela Merkel optará a un cuarto mandato como canciller con amplias probabilidades de lograrlo, a pesar de que quizás entre en el Parlamento por vez primera desde la guerra un partido de extrema derecha, Alternativa por Alemania, impulsado por el terrorismo que últimamente se ceba en ese país. Mala noticia.

Afortunadamente Trump no decidirá quién es elegido en Europa, pero su propia elección en los Estados Unidos responde al avance de fuerzas populistas, antiglobalización y antisistema que también existen entre nosotros y que se pueden ver reforzadas por su llegada a la Casa Blanca.

Me gustaría ser más optimista en Navidad, pero mucho me temo que 2017 va a ser un año difícil para Europa y para el mundo y la elección de Donald Trump no lo hará más fácil.

*Jorge Dezcállar es diplomático