A uno y a su pareja les regalaron en una ocasión un cactus al que, según la donante, había que cuidar con esmero porque su vida determinaba la duración del amor que nos teníamos entonces los receptores de la misma. Si se moría el cactus, la relación también se marchitaría hasta pudrirse. Así que había que vigilar para que el cactus recibiera su ración diaria de sol, no recogiera demasiada agua de lluvia o de regantes espontáneos (nuestra hija y sus posos de leche con colacao, nuestros amigos y sus restos de vino), no acogiera parásitos, el gato del vecino no empujara el tiesto en el que estaba embutido ventana abajo, etc. Aquel regalo acabó convirtiéndose en una especie de maldición, ya que no podíamos desentendernos de él sin sentirnos desprotegidos de las inclemencias de lo divino (todos albergamos un alma supersticiosa en mayor o menor medida) y sin sentirnos doblemente culpables: ante la generosa e imaginativa amiga que nos había traído el cactus envuelto en celofán y un gran lazo rojo, de cuyas buenas intenciones nadie dudaba, y ante nosotros, que nos habíamos jurado amor eterno. Que la eternidad de este sentimiento no podía ponerse en manos de una antipática planta erizada de pinchos, tan poco comunicativa y con fecha de caducidad era algo ingrato de pensar por lo dicho antes (supersticiones y culpabilidades) y porque uno, en realidad, sabe que no hay más eternidad que la que hace germinar los instantes y los pone a temblar de emoción en algún tiempo presente.

Otro amigo ha recibido hace unas semanas, de manos de alguien muy cercano a él, un bonsai al que, al igual que pasaba con el cactus, hay que dedicar horas y delicadezas si no quiere que se eche a perder. Enseguida le amarillean las hojas, hay que regarlo con un biberón (uno no ha entendido la razón de esto ni quiere, por favor, entenderlo), hay que podar respetando ciertas reglas esotéricas, no se puede ir de viaje sin encargar a alguien su cuidado, etc. Un regalo, como el anterior, que da demasiado trabajo y que, lejos del tópico de que el reino vegetal contagia serenidad y armonía a las casas, histeriza el ambiente y estresa a sus habitantes.

Cactus y bonsais: hay aficionados de ellos y eso está bien; pero no es una afición obligatoria que se pueda ir propagando como una fe a quienes ni están a la altura de la misma ni quieren estarlo. Dicho de otro modo: deberíamos dejar de considerar como regalos todo aquello que, por muy buena que sea la intención que haya detrás (y no siempre la hay, por lo menos a nivel inconsciente), demuestra un profundo desconocimiento por parte de la persona que los hace de la persona a quien están destinados. Esos regalos, que son egocéntricos en vez de ser altruistas, uno tendría que poder devolverlos o no aceptarlos desde el principio con total naturalidad, ya que lo más que pueden hacer es enturbiar las relaciones de ida y de vuelta entre ambos protagonistas de la acción. Alguien que te quiere debe saber quién eres y qué necesitas o qué te gusta. Alguien que te quiere, de no saber todavía eso (por ser reciente la amistad o por cualquier otra causa), debe estar muy interesado en aprenderlo desde ti y no desde él, para ti y no para él, contigo y no prescindiendo de ti. Dicho lo cual aviso: el próximo cactus que reciba se lo aplastaré en la cabeza a quien me lo dé.