Cuando escribió La isla del tesoro, R.L. Stevenson acertó a resumir en un título toda la tradición imaginaria que asocia los piratas, las islas desiertas y los tesoros escondidos. Pero al margen del exotismo aventurero de la ubicación, cabe preguntarse por qué los tesoros siempre están en islas; y por qué siempre nos falta la mitad del mapa.

Es como si lo sabido por los hombres fuera una cartografía incompleta para localizar el tesoro que le daría a nuestras vidas el colmo de la dicha. Y como si la búsqueda de la mitad del mapa convirtiera la aventura de vivir en una indagación, porque saber dónde hay que buscar forma parte de la dificultad de identificar lo que buscamos.

Juntar las dos mitades del mapa es ver aparecer ante nosotros el lugar donde se encuentra lo que perseguimos como resumen de la vida. Pero ese hallazgo esta siempre amenazado de falsificación, y en cualquier caso implicará afrontar mil peligros si es que se quiere llegar antes de que sea saqueado. Para encontrar el tesoro hay que estar dispuesto a arriesgar todo lo demás, incluida la vida para cuya dicha lo buscamos.

Por tanto, no hay esperanza de hallar el tesoro sin afrontar los riesgos de una navegación incierta por mares desconocidos. Y de nuevo surge la pregunta de por qué los tesoros están siempre en islas de océanos remotos. El mar es el lugar donde no hay caminos establecidos porque nada de lo que el hombre hace deja huella allí: la mudanza es continua, nada se mantiene en pie y no cabe levantar hitos que sirvan de referencia. En su contante movimiento el océano no guarda memoria de nada de lo hecho que se desvanece de inmediato. El mar es la geografía en la que el tiempo logra su victoria más inmediata: nada dura ni permanece como lo mismo.

En medio de esa desintegración general, la isla se levanta como un enclave de tierra firme cercada por el cambio tempestuoso e incesante. De hecho, Stevenson describe la isla constantemente batida por una mar bravía y furiosa, incluso sin temporal que la causara, pues lo que permanece idéntico sufre siempre el acoso impetuoso de la transformación general.

Y de ahí que la imaginación literaria sitúe los tesoros tanto en islas marinas como en cuevas en mitad de desiertos. Océanos y desiertos son lugares hechos de un movimiento continuo donde nada dura apenas, y en los que no hay otro modo de orientarse que siguiendo las estrellas. Unos y otros son lugares de hombres supervivientes y en tránsito.

Ahora ya podemos intuir qué es un tesoro y por qué: tierra adentro y enterrado, es decir, en el centro mismo de lo que significan la isla y la cueva, descubrimos que el tesoro que perseguimos es lo que permanece a través de los cambios que el tiempo impone a las cosas y, sobre todo, a las personas. Si los tesoros están compuestos de oro y piedras preciosas es, precisamente, por la inalterabilidad que les caracteriza, y porque perpetúan los deseos y afectos que el trabajo del hombre quiso expresar en las alhajas y joyas que hizo con ellos.

Un tesoro es, por tanto, todo aquello cuyo valor depende de que no cambie con el tiempo y sobreviva inalterable a los cambios: nuestros afectos, ideales, lealtades y, sobre todo, el ofrecimiento de su incondicionalidad que expresamos en nuestras promesas. Prometer es declarar que uno permanecerá inalterable a ese respecto a través de los días de su vida y hasta el final, sean cuales sean las circunstancias a las que haya que sobreponerse.

Fue Nietzsche quien dijo del hombre que era el ser capaz de prometer, y en efecto, a pesar de la voluble y penosa fragilidad de cuanto somos, hay en la vida humana una «memoria de la voluntad» que aspira a forjar con sus determinaciones la aleación más formidable. Por eso utilizamos el oro y los diamantes como señales y prendas de nuestros afectos y promesas.

Sin embargo, los tesoros no lo son hasta que han sido puestos a salvo del mar y del desierto de los que solo se puede salir siguiendo las estrellas. Es decir, en realidad no hay más tesoros que aquellos que el hombre ha sido capaz de preservar junto a él tras cruzar los mares y desiertos de su vida. La auténtica isla del tesoro es la irreductible determinación del hombre capaz de prometer y preservar sus promesas, frágil pero inalterablemente a pesar (y después) de todo. Entre todo lo que poseemos nada tan valioso como lo que cada uno tiene que ofrecer, y nadie más desposeído que quien no tiene nada que ofrecer a los demás.

Tal vez para muchos todo lo anterior no sean más que las ilusiones de una literatura épica juvenil poco capaz de sobrevivir a las edades de la vida hasta la experimentada madurez. Y tristemente hay algo de verdad en ello. Nadie puede en realidad y por sí solo preservar el resplandor primero de sus ideales y amores de juventud; nadie puede poner completamente a salvo del tiempo cuanto ha venerado o amado con pasión. Sin embargo, al ofrecérselos a nuestros jóvenes Stevenson cumple con una misión humana crucial: preservar pese a todo, incluida nuestra propia incapacidad, lo auténticamente noble y valioso de la existencia humana; dorar lo que se debe adorar.

Es como si fuera necesario tener niños o jóvenes a los que proponerles la noble entereza de lo humano para poder darle la oportunidad de creer en ella. Como si el destino del hombre estuviera cifrado en lo que preferimos ofrecer como el tesoro de la vida a los niños. En tal caso, la filosofía y la literatura infantil tendrían, en efecto, una profunda complicidad, hoy del todo repudiada.

Sobre ese fondo de todo lo dicho destaca la figura de aquellos tres hombres que siguiendo una estrella atravesaron desiertos y tal vez también océanos llevando consigo tesoros para ofrendarlos a un pequeño. Su historia nos introduce en el misterio de un Niño que hace posibles los deseos humanos de incondicionalidad que recibe como ofrenda, convirtiendo en posibles los anhelos del hombre de sobreponerse al tiempo que todo lo arruina. Como si dorara a quienes adoran.