Lo mejor de que haya terminado la Navidad es que de las pantallas de televisión han desaparecido la mayoría de los anuncios de perfumes. Uno, que tiene alma de sociólogo vago, ha llegado a contar hasta 21 emitidos durante el intermedio de un programa informativo. Casi todos los protagonizados por perfumes de mujer con el mensaje subliminal de que lo importantes es gustarse a sí misma, sentirse a gusto con el cuerpo de una. Casi todos los protagonizados por perfumes de hombre con el mensaje explícito (los hombres, ya se sabe, o se nos dicen las cosas a las claras o no las pillamos) de que, gracias a los efluvios mágicos emanados del frasco en cuestión, las mujeres caerán rendidas a sus pies de tres en tres. Ya se ve la triste diferencia decimonónica: a la mujer le basta con la aprobación del espejo, mientras que el hombre siempre necesitará que su imagen sea refrendada por ese otro espejo que es la mirada femenina.

Y como en esas esencias, según se rumorea, se esconde el secreto de la seducción, las historias que se cuentan en esos anuncios recorren el amplio abanico de tópicos amorosos que se supone que tienen que ver con ella, y que se ajusta al segmento de la población para el que están pensados (burguesía o proletariado, adolescentes o maduros) sin salirse demasiado de un esquema general. Muchos pétalos de flores, muchos atardeceres, mucho felino suelto, muchas uñas pintadas, mucho paso marcado (de baile en unos casos, militares en otros), mucho traje de noche, mucha boca entreabierta, mucha promesa de clandestinidad, mucho fuego, mucho lujo difuso. Y mucha promesa de sexo, que al final será lo que amortice la desorbitada inversión que suele suponer hacerse con un potingue de esos.

Los perfumes se compran a granel (son el regalo más socorrido para quienes lo tienen todo en el universo de lo material y nada en el de lo espiritual) porque, si hemos de creer el argumentario de telenovela barata que apuntala los anuncios que nos los ofrecen, gracias a ellos seremos más guapos, más interesantes, más atractivos, más ricos, más irresistibles y más apasionados. Así, al menos, nos verán o nos olerán los demás, que alzarán de modo automático sus barreras y nos dejarán entrar en sus vidas igualmente guapas, interesantes, atractivas, ricas, irresistibles y apasionadas. Y en esto no mienten porque, en efecto, seremos todas esas cosas dentro de la escala de grises en las que han colocado el amor, el cuerpo y todo lo que gira alrededor de ambos. El amor perfumado, por expresarlo de alguna manera, o al menos el amor de los anuncios de perfume, extrema la retórica (es grandilocuente, es barroco-romántico, es incendiario) porque se sabe vacío de contenido, sin hondura, sin más allá de ninguna clase. Eso es lo que, de hecho, venden esos anuncios (y tantos otros, así como películas, programas de televisión o publicaciones de cualquier jaez): relaciones humanas planas que duran lo que tarda en evaporarse la última gota del aroma con el que hemos bañado nuestra piel.

Somos cenicientas que no paran de correr escaleras abajo antes de que la carroza vuelva a convertirse en calabaza. El zapatito de cristal (el cristal del frasco de perfume, en este caso) olvidado (o agotado) no lo recogerá ningún príncipe (o princesa), sin embargo, porque él (o ella), también abandonados por su buen olor artificial, escapan en dirección contraria antes de que su palacio se transforme en una cuadra. Y así quién puede firmar un cuento con final feliz.