Hace cosa de un mes, justo antes de las Navidades, tuve la ocasión de ver un partido de categoría minibasket en el que se enfrentaban dos equipos que me sorprendieron gratamente por cómo se movían en el campo para ser tan pequeños. No sé si eran de primer año o de segundo, pero el trabajo de esos entrenadores es de destacar porque no es nada fácil que en edades tan tempranas sepan jugar tan bien al baloncesto.

La buena preparación de todos los niños hizo que el partido llegara a los últimos minutos muy igualado, con un intercambio de canastas continuo y con mucha intensidad, por lo que el árbitro tenía que estar muy atento en cada una de las jugadas. Al chico al que le habían asignado este partido se le notaba que era aún principiante y se puso muy nervioso en algunos momentos. Esos nervios hicieron que se le escaparan algunos detalles y no pitara algunas faltas que le reclamaron ambos entrenadores, lo que hizo que hasta los padres que estaban al borde de la pista viendo el encuentro también se animaran a recriminar al chico de muy malos modos porque se estaba equivocando. En un tiempo muerto, y cuando el árbitro trataba de centrarse y no fallar en los últimos momentos, uno de los padres se acercó a él por detrás de la mesa y le gritó: «¡Árbitro, payaso!».

En ese momento muchos de los presentes, lejos de recriminarle su actitud, se animaron a gritar y a increpar al pobre chaval que tan solo trataba de hacer bien lo que más le gusta, tuviera o no su día y acertara más o menos en sus decisiones. Lo que más me llamó la atención es que tras esto, el entrenador que estaba a cargo del hijo de dicho personaje, ni se inmutó lo más mínimo para, primero, calmar los ánimos de todo el mundo; segundo, para evitar que ese padre siguiera insultando al árbitro.

Al final uno de los dos equipos ganó con una canasta en el último segundo, pero el gran partido de los pequeños quedó empañado por la actitud de los que se supone que deben ser ejemplo en este deporte que todos practicamos de una forma o de otra. Cuando salí de las instalaciones, una vez terminado el encuentro, me sorprendí al ver al chico solo sentado en un banco con el móvil en la mano, por lo que me acerqué para felicitarle por su trabajo. El chico me lo agradeció enormemente, reconociendo que se había equivocado en algunas cosas, pero con la idea firme de que no merecía ser insultado por seguir los pasos de su padre, ex colegiado de nuestra ciudad.

Uno, que ya tiene muchas tablas en un banquillo y que por supuesto ha tenido muchas discusiones con los árbitros pero siempre sin faltar al respeto, se plantea muchas cosas cuando ve de cerca este tipo de situaciones en las que se insulta y menosprecia el trabajo de los que deben ser también educadores y parte del juego que tratamos de enseñar día tras día a nuestros equipos. Los jugadores se equivocan muchas veces a la hora de tomar decisiones en la pista y pierden un balón por un mal pase; y los entrenadores, a veces, tratamos de cuadrar nuestros periodos de la mejor manera posible pero en muchas ocasiones no lo conseguimos.

Si el jugador que pierde el pase no es recriminado ni por sus compañeros ni por entrenador, y el entrenador no es llamado de todo cuando se confunde por sus propios jugadores€ ¿por qué a un árbitro tenemos que increparle cuando falla? Es más, ¿por qué tenemos que permitir que un padre, que se supone que va a disfrutar, la emprenda a gritos con él dejando en evidencia no solo la educación que le da a su hijo sino también perjudicando gravemente la imagen de nuestro club o colegio?

Todos somos parte de este deporte y así tenemos que entenderlo. El baloncesto de formación es una herramienta educativa a través de la cual tenemos que transmitir una serie de valores, usando el balón naranja como excusa para crecer y para desarrollar una serie de actitudes y aptitudes en nuestros jugadores, fomentando además el valor de un equipo. No solo es trabajo de los entrenadores, sino también los padres. Así que si usted no sabe comportarse, no vaya a ver a su hijo. El baloncesto base se lo agradecerá enormemente.