Una ciudad no es lo que se nos cuenta de ella. Una ciudad no son sus monumentos, sus edificios emblemáticos, su callejero, sus próceres de bronce, sus museos, sus ofertas de ocio, sus coordenadas geográficas, sus hitos históricos, sus escritores, sus periódicos, sus equipos deportivos. Las ciudades, que presumen de todo esto y lo usan para venderse (al turismo, al negocio, al imaginario colectivo, a las páginas de internet), no son lo que la oficialidad dice que son, o lo son en una mínima y triste medida que las reduce a su tópico, a su cartel, a su decorado. Esto, que puede impresionar a los visitantes de paso e ilusionar a sus habitantes menos exigentes y despiertos, es, por expresarlo de algún modo, el esqueleto de la ciudad, lo que la ciudad tiene de cadáver y de negación de sí misma. O, por no ser tan taxativos, el sustrato (no la cúspide) sobre el cual ha de asentarse todo lo otro, los cimientos de la ciudad real, la ciudad viva y vivificadora que la otra acaba matando a poco que, invirtiendo sus cualidades y sus valores, nos descuidemos. La ciudad viva, al contrario que esta que acabamos de describir, no destaca por nada. Esta ciudad descuida lo grandioso para fijarse en lo minúsculo, en lo desapercibido, en lo que practica la humildad de transcurrir en voz baja (sin engolamientos, sin aspavientos).

Una grieta en un muro de la que súbitamente nace una rama, que a su vez florece (una diminuta flor blanca) cuando uno se había olvidado de ella. Una baldosa de una calle lateral sobre la que las hojas caídas han dibujado una cara, que el viento barrerá a escobazos furiosos unas horas más tarde. Un gato sesteando encima de un coche para aprovechar el calor de la chapa recalentada por el sol de invierno. Un corazón pintado a rotulador en el respaldo de un banco de metal. Una puerta fugitiva (¿de qué casa, por cuáles razones?) que está apoyada indolente y basculante contra un buzón. La antigua y exacta coreografía que en una plaza ejecutan un anciano, unas palomas y un perro. El concierto espontáneo de los carritos de la compra, cuyas ruedas suelen desafinar sin sentirse avergonzadas por ello, de los zapatos de tacón y de los estornudos de algunos viandantes. Un charco que se bebe el cielo con avideces de quien lleva días perdido en un desierto. La combinación de colores y formas que componen y descomponen, como cuadros que alguien colgara y descolgara para ver el efecto que hacen en una estancia determinada, bolsos, faldas, pantalones, blusas, collares, pulseras, pañuelos, bufandas, sombreros, bastones o pendientes. Alguien que llora con la mano en la frente y el brazo haciendo palanca contra una mesa con varios vasos vacíos de café que nadie ha recogido. Alguien que conversa por teléfono y dice algo inaudible sonriendo. Varias latas de cerveza que han sido usadas para escribir un nombre de mujer al pie de un árbol en un jardín.

Una ciudad son estas cosas más que las anteriores. Una ciudad es, antes que nada, esta ciudad invisible (estos detalles que se desvanecen sobre la marcha) que sostiene la ciudad visible que aparece en las guías y en las noticias. Cuando cambian su puesto, lo que sucede es que la visible acaba aplastando a la invisible y, en consecuencia, también el tiempo, la vida y la luz que le dan sentido. La ciudad que fluye y sigue, inocente e imparable, su curso, frente a la ciudad seca, estéril, repetida y banal.