Estados Unidos no se recuperará en siglos del 11S. Tras la caída de las torres, George Bush convocó en Washington a los presidentes de los principales estudios cinematográficos. Quería que le diseñaran escenarios de futuras catástrofes dignas de una superproducción hollywoodiense, con el propósito de prevenirlas. Ninguno de los moguls californianos pronosticó la presidencia de Donald Trump. Hasta tal punto era imprevisible la llegada del magnate, que en su primera semana de desempeño laboral no solo ha confirmado que ganó las elecciones con un programa devastador, sino que está dispuesto a cumplirlo. Sin embargo, la concentración obsesiva en los despropósitos de Trump ciega la perspectiva. La Casa Blanca no es una residencia para gente normal.

Por no remontarse a la prehistoria, John Kennedy ocultaba en la Casa Blanca a una amante titular y a otra de reserva, para que su libido no quedara desatendida en caso de urgencia. Al igual que un emperador romano, colocó de fiscal general a su propio hermano, y docenas de ensayos de semificción juran que entrambos ejecutaron nada menos que a Marilyn Monroe. La presunta disposición violenta del mayor mito sexual del siglo XX supera en gravedad a todos los empeños de Trump. Sin olvidar que JFK es el último presidente asesinado, probablemente por los suyos.

Kennedy despreciaba olímpicamente a su vicepresidente Lyndon B. Johnson, y jamás le hubiera confiado el liderazgo de Estados Unidos. Robert Kennedy escrutó todos los subterfugios para que no se sustanciara la sucesión forzada en el asesinato a tiros de Dallas. Salvado este inconveniente, Johnson despachaba con sus subalternos desde la taza del retrete con perdón, sin molestarse en entornar la puerta del cuarto de baño. No era la menor de sus rarezas, ni el aseo íntegramente forrado de oro de Trump en su torre de la Quinta Avenida neoyorquina puede superarla.

Richard Nixon no solo es el primer presidente desalojado de la Casa Blanca por la amenaza de un voto de censura. Instaló micrófonos en el despacho oval para grabar íntegramente las conversaciones de su mandato, maltrataba físicamente a su esposa Pat según su biógrafo mejor acreditado, abarcaba en su personalidad más desequilibrios mentales que las obras completas de Shakespeare, la palabra Watergate sintetiza aún hoy la corrupción en sus polifacéticas manifestaciones.

Gerald Ford fue otro presidente inesperado. Alcanzó fortuna la definición que le ensartó su predecesor Johnson, «es incapaz de caminar y mascar chicle al mismo tiempo». Le hubiera encajado la descalificación de Churchill a otro político, «llegó un coche vacío, y de él se apeó Gerald Ford». Le sucedió Jimmy Carter, que pretendía solucionar rezando la crisis de los rehenes norteamericanos secuestrados por los ayatolás en la embajada de Teherán.

Está de moda hablar bien de Ronald Reagan, omitiendo que consumió su segundo mandato mirando sin ver películas de dibujos animados, devorado posiblemente por los primeros latigazos de la desmemoria. Mientras tanto, Nancy Reagan encomendaba las decisiones trascendentes de la presidencia a una echadora de cartas, amén de invitar a la Casa Blanca a Frank Sinatra para mantener intercambios inconfesables. Melania Trump nunca llegará a tanto.

George H.W. Bush o Bush padre nombró vicepresidente a un Dan Quayle que bajaba del avión en los vuelos oficiales con los palos de golf a cuestas. Bromeando solo a medias, se cuenta que si le sucedía algo al presidente, los miembros del servicio secreto tenían órdenes de disparar sobre Quayle para evitar su llegada a la presidencia. Y encima, Bush padre perdió la reelección.

Salvo para quienes hayan disfrutado del último cuarto de siglo en otro planeta, forman parte del folklore cotidiano las andanzas de un Bill Clinton que empieza por promocionar su ropa interior en un programa de televisión y acaba por mostrarla inconvenientemente a becarias en el despacho oval. En esta misma sala, Bush hijo conservaba la pistola Browning que había pertenecido a Sadam, un singular fetichismo. En un cajón de la mesa, guardaba un folio con los rostros de los cabecillas de Al Qaeda, que tachaba metódicamente conforme iban siendo eliminados. En fin, Obama es el primer ser humano al que la presidencia de Estados Unidos se le quedaba pequeña para sus capacidades. Frente a esta suma de rarezas presidenciales, Trump es la culminación, no la excepción.