Es terrible escuchar o leer esas oligofrénicas comparaciones entre las parejas Trump-May y Reagan-Thatcher. Fundamentalmente porque no son parejas de baile similares. Desde luego la premier británica es apenas una casualidad coyuntural. Y Trump poco o nada tiene que ver con Reagan, icono del neoconservadurismo estadounidense a finales del pasado siglo. Ronald Reagan fue toda su vida un empleado: también en sus ocho años de presidente. Trump es, en cambio, uno de los empresarios multimillonarios a los que Trump quiere enriquecer aun más. Hay cierta diferencia entre enriquecer a una élite por encargo y saltar de esa élite a la política -sin paradas intermedias- para cumplir tus sueños más alocados y canallescos de poder y grandeza. Estas comparativas tienen más relación con la nostalgia de ese viejo liberalismo, neoconservador, ultrarreligioso y anticomunista que con el muy preocupante horizonte que se abre con la presidencia de Trump.

La victoria del multimillonario es, ciertamente, el resultado de un combate entre las élites del país, pero no de una tenebrosa conspiración. Trump ganó porque Hillary Clinton hizo una peor campaña territorial. Su éxito tiene un punto de milagroso. Los estados clave que lo sustentaron fueron Michigan, Pennsylvania y Wisconsin y su margen de victoria en los tres apenas superó los 107.000 votos en un total de 120 millones de sufragios emitidos. De hecho Clinton venció en el voto popular con casi tres millones de papeletas de diferencia. Trump jamás fue el candidato preferido por los notables del Partido Republicano. Todos tuvieron que doblegarse cuando ganó las primarias y ahora, instalado ya en la Casa Blanca, han rendido totalmente las armas. Pero, al mismo tiempo, el flamante presidente es un precipitado de la praxis político-electoral de la muy extrema derecha norteamericana en los últimos veinte años, agitando banderas culturales y fetiches ideológicos grotescos, pero reconociendo en su discurso el empobrecimiento de las clases medias, la insuficiencia de la protección estatal, la fosilización de las infraestructuras, el miedo a un país multirracial, el sueño americano transformado en una pesadilla embadurnada en desesperación y resentimiento.

Trump anuncia un nuevo orden mundial basado en el proteccionismo comercial, el desprecio abierto a las normas internacionales, el control feroz de la inmigración y en un militarismo que sustituya a cualquier actividad diplomática que no sea meramente administrativa. Se privatizará hasta el aire. El país se volcará en sí mismo, encerrado en un pedazo de pastel de manzana, y el monarca republicano se comunicará con sus súbditos a través de twitter, sin necesidad de la enojosa labor de intermediación y crítica del periodismo. Ante este panorama, por supuesto, la izquierda más reaccionaria se alegra. Mucho mejor Trump que Clinton. Para esa izquierda estrábica son lo mismo, pero el primero representa una vaga y monstruosa esperanza, porque el sistema (de nuevo el sistema) puede implosionar y ya se sabe que, para los grandes cambios, cuanto peor, mejor. Hasta el muy chistoso Zizek anunció su voto emocional a favor de Trump. Y esto acaso es lo peor de todo. Que Trump llega en el peor momento político y doctrinal de una izquierda con las mismas rutinas mentales que a principio de los años treinta. Cuando en Alemania los comunistas afirmaban que el verdadero enemigo eran los jodidos socialdemócratas y que Hitler vendría bien para aclarar las cosas. Y lo aclaró todo, en efecto. Hasta los huesos y hasta la ceniza de los huesos.