A pesar del constante empeño que los seres humanos hemos puesto en el asunto, hasta el día de hoy nadie ha sido capaz de construir un muro tan inexpugnable que el hambre y el odio no fuesen capaces de franquear. Hambre y odio se disputan la plusmarca mundial en salto, si bien el hambre se puede saciar pero el odio es absolutamente insaciable. Y, además, el odio puede jugar en los dos bandos, el de los constructores de muros y el de los saltadores. Y al mismo tiempo.

Teniendo en cuenta estas premisas, levantar muros para impedir que lleguen hasta nosotros quienes nos odian (o tal vez aquellos a los que odiamos) o quienes tienen esa enfermedad llamada hambre no parece una solución muy inteligente, dado que nada les impedirá alcanzarnos. ¿Cuál es la solución entonces?

Es probable que no exista una solución por más que insistamos en buscarla. Pero, de haberla, seguramente no está ni en los muros ni en las armas. Si algún método ha sido probado hasta la saciedad desde el origen hasta ahora mismito es el de la guerra, que siempre se plantea como una solución definitiva y en realidad se ha mostrado como el problema absoluto. Jamás una guerra resolvió nada, excepto el comienzo de otra más sangrienta, más terrible.

Es evidente que de alguna manera debemos defendernos de los intolerantes, pero seguramente responder a la intolerancia con intolerancia no sea el camino más razonable. Bien mirado, equivale a comerse al caníbal, a violar al violador, a robar al ladrón. La Ley del Talión tiene más de manual del perfecto vengador que de verdadera ley, por muchos adeptos que tenga aquello de ir por ahí intercambiando ojos y dientes con la poco sagaz perspectiva de que acabemos todos ciegos y desdentados.

Pero de vez en cuando, cíclicamente, la Humanidad parece hartarse de sí misma y emprende una alocada carrera de autodestrucción que siempre termina igual de mal. No soy el único que tiene la sensación de que hace ya algún tiempo que andamos metidos en una de esas estampidas hacia el precipicio. Y cuando nos entra ese impulso irrefrenable buscamos al más loco de la tribu y le damos el poder de decidir, el mando, la llave del polvorín, sabiendo que hemos invitado a bailar al diablo.

Pues en esas estamos. Hay muchas maneras de construir muros, no siempre se precisan ladrillos y cemento. A veces basta solo con la intención, con las ganas de quedarnos aislados porque tenemos miedo al otro, sin querer asumir que cada uno de nosotros es, en realidad, una forma de ser el otro.