Feliz semana, amables lectores. Estarán conmigo en que cada semana se nos hace más corta. Si me dicen que no, entonces pensaré que, después de haber cumplido setenta y cinco años, mi calendario particular pasa las hojas mucho más deprisa que el año anterior. ¿De acuerdo?

Si no me quieren contestar les comprenderé. Siempre es más satisfactorio dar buenas noticias que malas. Pero les aseguro que cuando se nace en una familia con varios varones y la primera frase que escuchan tus inocentes oiditos es, «¡Es una niña, lástima que no sea tan bonita como José Luis!», empiezas a darte cuenta de que para sobrevivir en el mundo al que te han traído sin tu permiso, vas a tener que hacer saber a los que te rodean que bromas las justas. ¡No faltaba más! No se asusten, el nombrado y yo nos hemos adorado desde el mismo día en que me trajeron a este desconsiderado mundo. Como nos llevábamos poco más de un año fue mi maestro de maldades y yo, orgullosa, era la portadora de las piedras que mi héroe necesitaba para ganar sus batallas contra los enemigos del otro lado de la carretera. Hoy sigue tan guapo como siempre y yo, como no podía ser de otra forma, feliz.

Esta semana que nos abandona he tenido que ir a La Mancha a entregar un premio al ganador de un premio de relatos. ¿Por qué, yo? Fácil, los ganadores de un año entregan el premio al ganador del año siguiente. Costumbres. Me hizo ilusión, menos cuando me dijeron que pronunciara unas palabras ¡qué fatiga! No me habían dicho nada y tuve que improvisar. Menos mal que los manchegos son personas encantadoras y me aplaudieron a rabiar. La sorpresa fue que el ganador era hijo de mi último profesor de literatura. Casualidades que te ofrece el destino.