La madrileña casa Guzmán, obra maestra del arquitecto Alejandro de la Sota, fue demolida en los primeros días de 2017. Es una grave pérdida para nuestro patrimonio edificado que nos recuerda la necesidad de conciliar los derechos de la propiedad con la conservación de un legado irreemplazable. Fallaron los mecanismos que debieron garantizar la supervivencia del bien y aligerasen las cargas derivadas de su mantenimiento. El caso no es distinto a otros, pero -a diferencia de cuando la agresión se produce contra edificios más antiguos- las redes bullen justificando la desaparición, considerándola como una especie de justicia bíblica que expiase los pecados del urbanismo contemporáneo. Sólo los arquitectos parecen haber llorado la ausencia.

Y es que ahora se trata de arquitectura del siglo XX, a la que se suele culpar de la destrucción de nuestros paisajes, confundiendo el todo con la parte y la enfermedad con un síntoma. Pues es posiblemente en la arquitectura doméstica como la de la casa Guzmán donde la modernidad haya hecho sus mejores aportaciones: una concepción espacial rica que se amolda al ser humano, le libera de ciertas servidumbres y le conecta con el exterior, con el cosmos. Si no valoramos el legado de nuestro tiempo en la misma medida que el del pasado estaremos renunciando a una jugosa parte de la herencia. Aquí, hace pocos años ardía en Alhaurín la casa Harnden ante una cierta indiferencia general. Sus ruinas calcinadas apenas recuerdan hoy su rompedora espacialidad, impregnada sin embargo de la tradición mediterránea, discreta pero magistralmente inserta en un territorio cuyo horizonte oteaba desde 1959. Una arquitectura de los sentidos que habría merecido un mejor fin. La Historia del Arte nos juzgará con dureza.