Firmin: mordisqueen este nombre y deténganse a pensar a qué sabe. Si les digo que corresponde al de una rata es posible que pongan cara de asco. Pero si les digo que esta rata ha devorado, primero como roedor pero muy pronto sólo como lector, miles de libros (desde Spinoza o Joyce hasta Verlaine o Strindberg), que toca en un piano de juguete el jazz más exclusivo (porque, como él mismo confiesa, prefiere ser Cole Porter a ser Dios), que ha aprendido el lenguaje por señas de los sordomudos o que asiste a escondidas a las sesiones de cine de su barrio, abierto las veinticuatro horas del día (títulos clásicos mañana y tarde, a partir de medianoche películas eróticas), quizás le den una oportunidad. Firmin, en efecto, es una rata que ha nacido y crecido en una librería de viejo amenazada, como el barrio donde se encuentra emplazada, por la especulación inmobiliaria; que padece, según confesión propia, hipertrofia léxica y bibliobulimia, y que ha descubierto que el sabor de los libros está relacionado con su calidad literaria (Jane Eyre, por ejemplo, sabe a lechuga rancia de callejón y la literatura en general a café recién hecho). Desde toda clase de rendijas (el hueco carcomido de una viga del techo, la solapa entreabierta del bolsillo de un abrigo, un agujero en la pared, el espacio en blanco que va de línea a línea en un texto), Firmin se asoma al mundo y sueña con lograr un sitio al lado de los seres humanos de los que se va enamorando: primero Norman Pembroke, el dueño de la librería, después Jerry Magoon, un escritor fracasado pero autor de una obra maestra cuya protagonista es una rata, y, por último, algunas de las Beldades que se asoman a la pantalla del cine frecuentado por él.

Pero Firmin es algo más que una rata cabezona y enclenque, algo muchísimo más que un animalito simpático y tierno: es la personificación de uno de los más conmovedores y efectivos alegatos a favor de la lectura y en contra de la locura colectiva que está socavando los cimientos de nuestra civilización (o de la lectura y la cultura como únicos frenos posibles contra la barbarie y la destrucción) que se hayan escrito jamás. Firmin, mientras escribe una Oda a la Noche, declama a Shakespeare transformando, ay, versos inmortales en chillidos monstruosos o analiza las protuberancias craneales de sus conocidos para saber sus intenciones ocultas, es, casi sin quererlo, el centro de una fábula que toca el corazón del problema: un planeta que ha consentido que las excavadoras le hayan ganado la guerra a las imprentas, por no plantear el asunto en términos morales sino de máquinas que aniquilan frente a máquinas que facilitan la creación, es un lugar sin futuro.

Firmin lee, sueña y ama en medio de los escombros de la realidad, pero eso mismo, esa perseverancia pacífica y solitaria, esa inconmensurable fe en unas palabras que no se le indigestan a pesar del estruendoso ruido que las cerca, es un desafío que no podemos desatender. Porque si una minúscula rata puede resistir y enfrentarse, ¿qué excusa válida nos queda para no hacerlo nosotros? Firmin es, con su sentido del humor y su inteligencia aguda, una rata inolvidable, el miembro más inesperado de la gran familia sin fronteras de los lectores voraces. Hace diez años que Firmin pasea por las librerías de nuestro idioma (lo editó Seix-Barral) y, hoy más que nunca, necesitamos de su lucidez tiernamente corrosiva. Sobre todo si miramos de reojo al presidente actual del país que le vio nacer.