Málaga es una ciudad que, con todo sus demonios, parece inventariada por Roland Barthes. Una colección de amaneceres lúdicos y de belleza escandalosa, de promociones de viviendas franquistas, de turistas con cámara, de chanclas. Aquí Europa echa raíces, de un modo más literal que sentimental, con todo su mocho pintiparado de jubilación a la nórdica. Una cosa extraña es la tendencia a la creación del mito, a la llamada mitopoiesis. Una patología del alma que a nivel colectivo casi siempre se resuelve con la implantación entusiasta de tradiciones, para las que se exige nada más nacer el derecho de abolengo y, casi, de pernada. Cuando me vine a vivir a Málaga, allá por el felipismo agonizante, me asombró la edad de El Cautivo, al que en mi ignorancia cristera hacía yo como las iglesias barrocas, con más años que el municipio de San Diego, y que ahora resulta que apenas cuenta con ocho décadas. O sea, una nadería, una romería moderna en términos de tiempo histórico. La peña del Atleti que cofundó mi abuelo en Úbeda va ya por los 57 y no por ello la sacan en procesión ni saturan las calles arrasando con cualquier tipo de respeto y alternativa cívica durante semanas. Aquí el funcionamiento es otro: un grupo de amigos se levanta con corbata y mitopoiético y alumbra una tradición y enseguida se la inserta en la sangre y en el escudo. Y llega la policía con su valla. Y la subvención, por acto y también por omisión, que es la que se da cuando se exime al personal del pago del IBI y hasta del alquiler del teatro Cervantes. Todavía la Semana Santa, en su arrebato imaginero y ruidoso, tiene su público. Y eso en la Málaga turística, ya sea la cosa cofrade o el botellón de la feria, es el único argumento válido. Uno, que no es talibán y a veces practica la etnografía de comarcas, podría estar a buenas con lo cofrade si no fuera por la obstinación anacrónica en poner legionarios y abarcar con hambre creciente la mayoría de los meses del año. Pero esa no es la cuestión. Volvamos a la semiótica, al procedimiento, que es lo único que importa: decía, eso, que la Semana Santa al menos, y por debajo de las ñoñerías y las mezquindades, tiene su folclore, su ilusión y su gente (nota en paralelo: algún día habrá un recuento estadístico y con sorpresas de todos a los que esto nos es legítimamente indiferente y preferimos el Jueves Santo en el exilio o en Los Montes de Málaga) . Pero otras neotradiciones parecen querer imponerse artificiosamente y con toda saña, simplemente porque hay un grupo de aficionados que las practican y alguien que las defendió en el pasado. Ya lo decía Derrida: la historia puede llegar a escribirse a la carta. Y con el suficiente ánimo enciclopédico y revisionista seguro que no faltan datos y anécdotas para alimentar el hit parade y justificar su origen añoso y sagrado. Málaga, en esto no está sola. Gracias al PSOE y a su gestión de la televisión pública todo se uniformiza y el malagueñismo mitopoiético se extiende hasta pasar por encima de diferencias, algunas de ellas, que de todo ahí por aquí, con verdadero estilo centenario. En una tierra tan rica y sincrética, de interconexiones tan profundas como Andalucía, parece que el mandamiento está claro: todos somos por obligación sevillanos y malagueños en Semana Santa, de cruces y patios en mayo y, por supuesto, gaditanos en carnaval. Por más que en muchas ciudades, y ésta no es una excepción, haya más apego, incluso, a Halloween. Existen muchas maneras distintas de ser andaluz y puede que ninguna importe. No todo, y menos la cultura, es la verbena. Aunque sea lo más vistoso; el patriotismo de bandera que anda todo el día repartiendo carnés de españolidad sin hacer nada por la destrucción de sus espacios y de su verdadero patrimonio.