"Con el número dos nace la pena", dice el argentino Leopoldo Marechal al final de un soneto que le quedó algo cursi. Es probable que incluso desde una perspectiva tan cursilona tenga cierta razón el endecasílabo y que la soledad, al menos la soledad de la acción, sea la única forma posible de no entrar en conflicto. Sin embargo, lo sabemos desde los cuentos infantiles, desde la películas Disney, desde siempre, al héroe, al líder, suele sentarle bien la presencia de un «segundo de a bordo», un compañero de fatigas, una mano derecha sobre la que descansar el abrumador peso. Recuerdo así, a bote pronto, al Samsagaz Gamyi (Samwise Gamgee en el original inglés) de El señor de los anillos, y nuestro más apreciado Sancho de el Quijote. No me acuerdo ahora, y no me apetece levantarme a comprobarlo, si Vladimir Proop incluyó en su famosa estructura del cuento tradicional la figura de este acompañante, de este escudero, pero si no lo hizo debió hacerlo, porque su presencia, en la literatura y en la vida, es permanente.

Lo que no es del todo permanente es la unión entre el líder y el segundo. Lo hemos visto muchas veces ya (todos nos acordamos de Felipe González y Alfonso Guerra, no es preciso insistir con ese ejemplo). Lo que nunca terminamos de tener claro es quién rompe la pareja. Ahora, en estos días en que Podemos, que fue la gran esperanza Roja, se debate entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, entre primero y segundo, entre el Guerrero del Antifaz y Fernando, entre Roberto Alcázar y Pedrín, entre Batman y Robin, no terminamos de estar seguros de si es Iglesias quien le ha salido rana a Errejón o Errejón quien le salió rana a Iglesias. Sea como fuere, hay un discurso de la nueva forma de hacer política que se tambalea terriblemente ante el espectáculo de la lucha por el poder, por ver quién se queda con la manija que dirija los destinos de la formación morada.

Si el héroe, el líder, debe ser un cúmulo de virtudes (reales o confeccionadas para la ocasión) la única virtud que debe tener un buen número dos es la carencia de ambición. Por eso los únicos buenos segundos son los literarios. Sancho jamás querría ser él quien atacara los molinos, se conforma con su papel de conciencia sensata y balsámica. Pero más allá de la ficción, el número dos siempre aspira a abandonar su papel de secundario y convertirse en el primero, en el number one, en el que parte el bacalao. Aunque para ello acabe partiéndolo todo, que es lo que al cabo termina pasando siempre.