Prohibida la entrada a toda persona en pijama o bata», reza un texto sobre pizarra a la entrada de la cafetería Los Monaguillos, en calle Mármoles. Les confieso que la primera vez que vi el cartel no se me antojó ni mucho menos extraño. Y es que claro, no seré yo quien diga, Dios me guarde, que esa insólita costumbre de pasearse por las calles en bata y pantuflas sea propia de aquí, pero les mentiría si no les reconociera que fue en esta buena tierra donde me topé con ella por primera vez. Yo, como ustedes, he llegado a ver, de vez en cuando, pijamas y batas de casa aguardando frente a puertas de colegios o pululando por pasillos de supermercados. Y es que, independientemente de que al principio te desconcierte, a pesar de que yo me dejaría quemar vivo antes de exhibirme por las calles con el más elegante de los pijamas de Arturo Valdés, lo inadmisible deja de llamar la atención cuando el ojo se hace a ello. Pero, en cualquier caso, si uno se abstrae, el debate sigue estando ahí para dar conversación. Porque, sin duda alguna, como ya les he dicho muchas veces en esta misma columna, el mundo ha cambiado. No se tiende a la excelencia ni a sacar al exterior la mejor imagen que podemos dar de nosotros mismos. Y no hablo de estéticas, sino de saber estar. Porque al final, con tanta tolerancia urbana, uno pierde, a veces casi sin darse cuenta, la sencilla formalidad de la convivencia más básica. Es entonces, en ese momento en el que la pereza y el «todo vale» se besan, cuando aflora la bata de calle por la calle, verbigracia. O el chándal de estar en casa por la casa, contradicción de contradicciones. Pero quién dijo miedo. Y total, si esto viene de antes. Se lo digo yo. Esta suerte de libertinaje de la indumentaria ya nos la colaron de manera subliminal y mucho más radical en la mismísima programación infantil de alta audiencia. De aquellos barros, estos lodos ¿O acaso no recuerdan ustedes a Espinete, máximo exponente del nudismo infantil, campando a sus anchas, como Dios lo trajo al mundo, por las mismísimas calles del Barrio Sésamo? Eso sí, seamos justos. Que aunque aquel erizo de color y tamaño antinaturales fuera cimbreando alegremente su espina madre por las plazas, cuando llegaba la hora de dormir se calzaba un pijama de rayas con gorro de borla y todo. Y ahí está su grandeza. En que, a pesar de sus discutibles tendencias, sabía darle a cada prenda su uso. Por ello, desde mi punto de vista, no tengo otra manera de pensar que la que me da a entender que quien puede permitirse desayunar en una cafetería tiene posibilidades de presentarse allí con unos sencillos vaqueros y una camiseta. No ya por higiene ni por decoro, que también, sino por uno mismo. Por dejar la intimidad colgada en la percha de casa o debajo de la almohada. Porque se torna inadmisible no salvaguardar esos mínimos de urbanidad. Esa cierta formalidad que, en mayor o menor medida, precisan todas las cosas y todos los momentos. Y que sí, que nadie hace daño a nadie comprando churros en pijama, que cada uno es bien libre, que sí… Pero que no, que no se trata de eso. Que cada cosa posee su propia línea infranqueable, sus espacios y sus formas. Y de verdad que no sabría decirles causa que me justificara semejante desaliño indumentario. ¿Flojera quizás? A mí, desde luego, no hay pereza que me obligue a mostrarme en público con los mismos aperos de labranza con los que faeno en mi casa. Pero claro, ya se sabe. Al final, las batas imputadas siempre se agarran, como he dicho antes, a la propia libertad personal que, dicho sea de paso, nadie les niega. Y también al argumento que, hace ya muchos años, vi esgrimir a Santiago Segura en un debate televisivo sobre la vestimenta. En aquel programa, cuando todo el mundo dejó de hablar, Santiago, que hasta ese momento había permanecido en silencio, tomó la palabra para decir: «Lo que hay que ir es limpios». Y sí, no te digo que no, Santiago, que sí. Pero que no.