El pasado nunca está muerto. No está ni siquiera en el pasado». Son palabras de Faulkner sobre la importancia de reconocer los errores de la historia. Sin embargo, a pesar de todos los cometidos por los presidentes de Estados Unidos a lo largo del tiempo, desde el mismísimo Washington hasta nuestros días, no es fácil hallar el ejemplo de un inquilino de la Casa Blanca atacando a una empresa de su país por haberse atrevido a dejar de vender la ropa de una hija suya. El asunto podría parecer una nimiedad, algo sin importancia, si se compara con la invasión de Bahía de Cochinos, en la etapa Kennedy; o las mentiras alrededor de las armas de destrucción masiva de Irak, con Bush; los casos «Lewinsky», manejado por Clinton, el «Irán-Contra», de Reagan, o el «Watergate», que llevó a Nixon a la renuncia de la presidencia.

Todas ellas fueron grandes equivocaciones de las que jamás dejaron de arrepentirse sus autores. Sin embargo, a nadie se le ha ocurrido hasta ahora criticar públicamente a una empresa privada por decisiones que perjudican los intereses o negocios de sus familiares. Esa es una raya que por una cuestión de mínimo sentido común nadie en la circunstancia de Trump osaría traspasar. Él, desde luego, sí. Ello significa, más que lo que ya supone la intolerable y grosera intromisión, que desde su simple planteamiento cortijero al presidente de Estados Unidos no hay nada que se le ponga por delante. No es consciente de la silla que ocupa salvo para pensar que, desde ella, puede hacer todo cuanto se le antoje. La admiración por Putin no es un naipe echado al azar.