Tenían razón mis mayores cuando me decían que tengo la cabeza en las nubes, que siempre ando pensando en pamplinas que no tienen sentido porque están tan lejos de la realidad como lejos estoy yo de ser alguna vez un hombre de provecho, de esos que tienen previsto el futuro, los años venideros, el porvenir, que es una palabra que me genera mucha sospecha porque es la que siempre usan quienes quieren estafarnos.

Y con esa cabeza en las nubes que siempre he tenido, que tantos errores me ha hecho cometer, yo imaginaba que las tardes de mi vejez las pasaría reencontrando la amistad con mis viejos libros bajo el sol tibio que se colase por la ventana. Tengo, incluso, casi definida una ruta de relecturas, una especie de regreso al pasado a través de la literatura, una vuelta a la semilla que aún no sé con qué empezaría pero que seguramente terminaría en Tom Sawyer, en una balsa río abajo, una tarde cualquiera. Quería que la vejez me encontrase allí, atrincherado entre las páginas que me han hecho el hombre que soy, no en una mesa de oficina arrastrando mis achaques y pinchándome a hurtadillas la insulina. No sé si a los setenta tendré aún ganas de juntar algunas palabras, hacer que se encuentren, que abran ventanas en la niebla. Puede que sí, pero yo quería dejar eso para las noches, cuando se hiciera el silencio, sin la carga y la premura del madrugón, y entonces dejar que mis amadas palabras saliesen poco a poco, sin prisas ya y sin ambiciones, y enseñarlas a jugar.

Pero cada vez lo veo más difícil. La realidad, esa arpía que me avienta los sueños, me obliga a pensar que no será posible. Ahora, el Banco de España ha ido al Congreso a convencer a sus señorías de que es necesario retrasar aún más la edad de jubilación, sobrepasar los 67 años, atendiendo, según ellos, al aumento de la esperanza de vida. Así que empiezo a ver muy claro que no podré desencadenarme de la caldera hasta la frontera de los setenta años. Qué barbaridad, qué delito cometí contra vosotros naciendo, que diría el pobre Segismundo.

Aunque hace más de treinta años que no me afeito, cada mañana me miro al espejo para reconocer a «ese hombre que siempre va conmigo», para no perderle la pista, para saber de sus cosas. Y esta mañana, frente al espejo, he tratado de averiguar qué aspecto tendrá ese hombre a los setenta años y qué rentabilidad podrá aportar, dónde estará el beneficio. Y no alcanzo a verlo. A los setenta ya no está uno, salvo gloriosas excepciones, en lo mejor de sus facultades, y me temo que quizás acabe siendo más costoso resistir que retirarse.

Pero no van a permitir ninguna retirada. Yo, siempre tan iluso, esperaba que la vejez me encontrase gastando las mañanas en la playa mientras buscaba al niño que fui y que se quedó en el rebalaje para siempre, contando las olas que cuentan el tiempo. Y yo, ya les digo, ingenuamente, esperaba haberme ganado al menos eso después de toda una vida trabajando. Bien mirado, tampoco pedía tanto, simplemente que me dejasen ir cuando aún podía salir por mi propio pie y no con los pies por delante. Pero está claro que para esta gente el mejor combustible para la caldera es el pobre fogonero, y no van a dejarlo escapar hasta que, consumido por completo, solo valga ya para ceniza y humo.