Existe también el perfil indisimulado, pero lamentablemente ha quedado como una cosa del XIX, asertiva, romántica. Ahora todo el mundo postula y se postula, pero lo natural ya es hacerlo a lo ladino, lanzando mensajes encriptados, con férrea voluntad de ambivalencia. Hasta Errejón y Pablo, que casi llegan a las manos y al Sálvame, necesitaron de la glosa trampa, del eufemismo, hablando de su lucha de poder como si fuera un cónclave ideológico. ¿Ideas? Las ideas fueron. Ya no (nos) representan. Lo dijo Susana Díaz en uno de sus espectaculares filtrados: los socialistas no somos de izquierdas ni de derechas. Tampoco, se entiende, de Hegel o de Elías Canetti. Basta con el tiro de cámara. España es un país que ha necesitado un montón de editoriales pirenaicas para enterarse de qué va la cosa y la democracia para luego dejarse morir en la orilla reivindicando lo de siempre, que aquí es el compadreo, la cuadrilla, la ignorancia. Entre pústulas, paseantes y postulantes, van llegando los domingos mitineros y se acumulan en las redacciones verdaderas orgías gráficas. Fotos repletas de ignominia, con antiguos enemigos furibundos cambiando de equipo a última hora y dedazos y traiciones de las que harían daño hasta a los productores de telenovelas venezolanas. Tanto peso ha adquirido lo interno en este principio de temporada que la política se ha vuelto más que nunca un asunto en clave, con discursos configurados para contentar al barón territorial rebelde o reconciliarse con el ala dura de la militancia. Las cámaras de discusión han quedado desfasadas; al final de mucha confrontación resulta que la política no se hace ni en el Parlamento ni en la calle, sino en las sedes. Y que en 2017 un diputadín comienza a tener menos poder que un compromisario. España se sevillaniza, pero no con el olor a jazmín y el sol que reivindicaba el poeta Joao Cabral de Melo Neto: aquí se copia a la Junta, se gobierna por inercia, sin echarle horas, dejando crecer los tentáculos. Mucha gente se pregunta si Susana Díaz será capaz de compatibilizar el Gobierno andaluz con la política de Estado cuando es obvio que lo ha hecho toda la vida y que si quisiera le daría también para llevar por la tarde una hermandad y hasta rematar los córner del Betis en Heliópolis. Y no por exceso de fe ni de trabajo, sino por desidia hacia San Telmo, un lugar convertido demasiadas veces en un escaparate, en una prolongación contranatura de la sede del partido. Rajoy, Rivera e Iglesias, por su parte, regresan al punto cero, a un limbo lleno de bajas y en el que todo es una incógnita, especialmente en cuanto al rasero de las políticas y de los discursos. El que mejor lo tiene, como siempre, es Rajoy, al que le basta con la inacción y la jerga funcionarial, a menudo con la sorprendente capacidad gaseosa de moverse en elipses, de crear coágulos semánticos, la burbuja por la burbuja. Decía Wittgenstein que la gran limitación del lenguaje está en la dificultad de decirse a sí mismo, pero eso lo escribió porque no conoció al presidente del Gobierno, que no habla de otra cosa, ejercitándose en una función arcillosa de ribetes grouchomarxistas. Más problemas para componerse a partir de ahora tendrá Pablo Iglesias, al que resta saber si reanudará su mensaje donde lo dejó o seguirá con la cruzada electoralmente conservadora de satisfacer a las bases, renunciando a lo que planteaba y a avanzar algún día por encima de los 5 millones y pico. 2017 y bien engrasado y todavía sin arrancar la legislatura. Que suban a sus puestos. Rajoy ha rajoyneado al país. O al menos el conjunto de la política: la inanidad, la procrastrinación, el eterno retorno. La pausa extemporánea mientras no dejan de vibrar el juego sucio, las caballerizas.