La culpa de los chubascos es mía, no lo duden. No ha sido por cantar o por pedírselo al Cristo del Puente. Nada de eso. Llueve porque mi vecino de enfrente, el Monte San Antón, está hasta las narices, si las tuviera, de verme mirar al cielo. Estoy segura de que se preguntará: «¿Qué busca en el cielo la abuela de El Palo?» Mi vecino de piedra no sabe que lo que me gustaría es encontrar un remedio para mis males que no son cosa baladí: Exceso de años, de gramos, de cosas por hacer y por si fuera poco, no poder poner la palabrita deseada en la página trescientas y pico: FIN. Porque, poder terminar mi novela definitiva está a la vuelta de la esquina, tan sólo necesito unos minutos de tranquilidad ¡Casi nada!

Pero no, nunca me gustan mis finales, quizás porque me encariño tanto con las historias que escribo que me imagino que formo parte del argumento, que las he vivido en primera persona y se me olvida que, con un toque de tecla, lo escrito se va al paraíso de las historias olvidadas. ¡Qué pena, penita, pena! Seguiré informándoles cada viernes. Con suerte.

Dentro de unos días recibe su Primera Comunión mi nieto más pequeño. Parece que fue ayer cuando mi marido y yo fuimos a la clínica a conocerlo. Los años se me pasan volando, sin embargo, aún recuerdo lo lentos que transcurrían en mi infancia, lo largos que se me hacían los meses esperando que llegara junio para poder volver a la Península. Cierto es que en Sidi Ifni no teníamos ninguna diversión, por eso, cuando llegaban en junio a examinarnos los catedráticos procedentes de las Islas Canarias éstos se sorprendían de lo bien preparados que estábamos. Aburrirse era peor.