La verdad se está convirtiendo en un no lugar. Ha perdido su identidad y sólo se habita de paso, sin darle suficiente importancia, sin que la colectividad la valore como un lugar memorable. Nadie se siente con la verdad como en su casa. Nadie la siente suya. Igual que sucede con los aeropuertos, los supermercados, las autopistas o una habitación de hotel. Los espacios a los que el antropólogo francés Marc Augé denominó no lugares. Un término que ha encontrado acomodo en el mundo del arte, especialmente, y también en la literatura a la que repentinos «escritores» de laboratorio y marketing están convirtiendo en un no lugar. En eso hemos convertido la verdad que empujamos a diario igual que un carrito de la compra o la maleta, en lugar de buscarla en la voz de las empresas de comunicación, y de exigirla a los diferentes estamentos del poder. Tendríamos que estar haciéndolo acerca de su secuestro por la Justicia en la sentencia discriminatoria del caso Nóos. También con el FMI que a finales de enero aplaude las bondades salariales del Gobierno de Rajoy y demanda subir el IVA, el copago sanitario, un endurecimiento de la reforma laboral y la reducción de la protección a los trabajadores, con una semana de diferencia. Lo mismo que con la Comisión Europea que celebra la austeridad de esas medias y sus recortes a la vez que le reprocha que el 13% de los trabajadores se encuentren en riesgo de pobreza, y el aumento de la desigualdad social, uno de los más elevados de la UE que sigue al alza.

Evidentes ejemplos de ese no lugar en el que han transformado la verdad aquellos que manejan el telar de la real y su dibujo, y nos someten a los discursos de sus intereses con ese impenetrable rostro que es la máscara de su conciencia. Un Fondo Monetario Internacional que ha sido presidido por personas de la talla de Hörst Köhler, de Rodrigo Rato, de Dominique Strauss-Khan y de Christine Lagarde, salpicados por graves actuaciones sustentadas en el abuso de su poder, no debería tener, y para mí no lo tiene, ningún crédito moral. Existen muchos más agravios frente a los que los ciudadanos perdemos continuamente la batalla. Gritamos en comunión en la calles pero ya de poco sirve protestar. Un titular de hoy, un eco en página para mañana, y pasado una cola de gente más grande que frente a la desigualdad de la justicia para comprar el nuevo Iphone del mercado. A pesar de esta dolorosa, como vergonzosa, es la única rebeldía que nos queda. La clave consiste en argumentarla con criterio y rigor y que la avale el mayor número de gente. De esa forma y siempre desde dentro de los cauces democráticos podremos exigir la integridad de la verdad y su valor. No es fácil. El poder crea la verdad y tiene los mecanismos para imponer su verdad como verdad para todos, con el fin de dominar las conciencias y voluntades en beneficio propio. Tiene además la potencialidad de sofocar las demás verdades que no disponen del poder suficiente para imponerse. Es decir, siguiendo la lógica de la jerarquía de la lucha de clases, la verdad de la clase de arriba controla la verdad de la clase de abajo.

Uno de sus viejos mecanismos es la estrategia del encantamiento de la palabra. Y el mejor ejemplo es el término: posverdad. El poder, y especialmente el político, saben que las palabras son como pájaros que buscan el mejor lugar en el que hacer nido y desarrollarse. Por esa razón ha deslizado el vocablo entre los corrillos de periodistas y las trastiendas de los analistas, muy dados a acuñar y a abrigar expresiones que más que desnudar la realidad la camuflan de matices, entre las medias verdades, la banalización, la emotividad social y la impostura, para desplazar y sustituir en un juego de prestidigitación semántica y léxica el concepto mentira. Recuerden el consejo de nuestros padres de que no dijésemos «eso es mentira» si no mejor aquello de «eso no es verdad». La manera más clara de que comprendan la tendencia inmoral del lenguaje político, permitido por la prensa, para llamar ajustes a los recortes y crecimiento decelerado a la crisis, y ahora posverdad a la mentira.

The Ecomomist explicaba recientemente que «la política posverdad es posible gracias a dos amenazas a la esfera pública: la pérdida de confianza en las instituciones y los profundos cambios en la forma en que el conocimiento llega al público». Las instituciones que hacían posible una verdad compartida en una sociedad (la escuela, los científicos y expertos, el sistema legal y los medios de comunicación) están a la baja y desarmadas y, simultáneamente, suben los nuevos gatekeepers: motores de búsqueda y redes que jerarquizan la información a base de algoritmos que no buscan la verdad sino multiplicar el número de impactos. Y lo que no, nos llega a través de una prensa controlada por el poder político como ha ocurrido de nuevo en Washington donde Trump vetó el acceso a una sesión informativa del portavoz presidencial Sean Spicer, a tres reconocidos medios como CNN, The New York Times y Político, mientras que sí se le permitió a periodistas de cabeceras más conservadoras como Washington Times y Wall Street Journal y cadenas informativas como Fox News. Al contrario de lo que hubiese sucedido en España, donde los periodistas miran generalmente para otro lado, sus compañeros de la revista Time y de la agencia Associated Press se negaron a acudir. Incluso el director de The New York Times, Dean Baquet, emitió un comunicado criticando lo sucedido por vez primera en una larga historia de cobertura a los Gobiernos de diferentes partidos.

Se nos repite Trump. Lo mismo que a él el papel de la prensa. Recién nombrado, y ante el foro más conservador de los EEUU, declaró que «tenemos que luchar contra ellos. Los medios son muy inteligentes, muy astutos y deshonestos». No sólo él alza la ira de su mano. Alain Vizier, portavoz del Frente Nacional, afirmó hace unos días que mantendrá el veto a lo largo de la campaña electoral a la prensa que no cambie su actitud hacia el partido y modifique la información de la cobertura de sus actividades. Aprovechando la celebración del Día mundial de la libertad de prensa, el 3 de mayo de 2016, Reporteros sin fronteras dio a conocer una clasificación en la que jerarquizaba 180 países del mundo, en función de si tienen mucha o poca libertad de prensa. España se encontraba en el puesto 34, superado por la mayoría de países europeos y bajando un puesto respecto a la tabla de 2015.

En una época en la que los políticos alcanzan sus objetivos con mentiras, en la que algunas empresas de comunicación mantienen una intoxicación informativa partidista, y la mayoría acuden a ruedas de prensa en las que no se admiten preguntas, sería más necesario contratar más periodistas para que mientras unos trabajan de teléfono y al dictado amordazados, ellos pisasen la calle y hacer trabajos de campo para elaborar su propia información de los hechos. Tenemos también que devolver a las palabras su significado y llamar a las cosas por su nombre. Es lo único que puede salvar al periodismo, y a través suya a los ciudadanos y a una democracia cada vez más secuestrada.

La verdad es interpretación de los hechos, lo dijo Nietzsche, estética o narrada desde una creación de la mirada que debe dialogar con el conocimiento, con la duda y con el rigor de los datos, y alcanzar acuerdos en el espacio de la libertad de pensamiento y de análisis. Relativa o cuestionable, la verdad debe sustentarse en el mejor argumento y en su consenso pero nunca debe dejarse en manos de quienes la sesgan, la predisponen, la desnaturalizan o la disfrazan.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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