Conocí a un escritor que no podía empezar novelas. Esto no es nuevo. Les pasa a muchos. De hecho es una enfermedad tan común que el 99 por ciento de la población nunca ha empezado una. No ha empezado a escribir una, queremos decir. Pero el caso que narro es distinto: no podía empezarlas porque escribía primero el final, luego el nudo o parte central y ahí se quedaba varado.

Sin un principio. Sin un planteamiento. Sin un arranque efectista o muermo. Sin energías. Atenazado. Impotente perdido. Sólo podía escribir de atrás hacia adelante. En una ocasión se compró un mazo de folios numerados. Cuando fue a ponerse a trabajar habían desaparecido los folios uno, dos, tres, cuatro y cinco. Yo creo que el seis y el siete también, pero no quise preguntar mucho para no herirlo en su orgullo. Ni en sus principios.

Viendo que la cosa empeoraba, una vez lo invité a una gaseosa en mi domicilio y le dije: mira, es muy fácil, presta atención. Y escribí: «Junto al árbol doliente del jardín de Emilio encontraron la nota que llevaría al hermano menor de aquella ilustre familia a la ruina total, el oprobio y finalmente la entrada en política de tres de sus miembros». Se lo di a leer. Lo leyó. Le dije: mira, ahí tienes un inicio, un principio, un algo o punto de partida. Y claro, se puso a escribir el final. Un poco más y está allí todavía redactando y redactando.

Un mes después ya casi tenía también el tronco argumental. Yo me había quedado sin gaseosa. Le bastaba unirlo a mi comienzo y la novela estaría lista. El que estaba listo de aguantarlo era yo. Claro que, bien pensado, podríamos hacer una buena pareja. Redactar argumentos a medias. Yo pariría un personaje y él le daría vida. Futuro. Y juventud y muerte o exilio o medallas olímpicas o suerte en los negocios o una propiedad en Vallecas, vaya usted a saber. Finalmente la cosa no cuajó. Obviamente, el final estaba escrito. Por él. El principio lo debería haber escrito yo: o sea, asociarnos. Con el tiempo, perdí la pista de este amigo escritor alérgico o incapacitado para iniciar novelas. Oí rumores de que lo había intentado con la poesía, pero al tercer soneto que empezó por el último terceto se quedó sin rimas y sin cuartetos e hizo el petate se largó al país de las novelas sin inicio donde la gente abre los libros por la mitad e ignora el principio o pasado de toda historia. Están cargados de futuro.