Con el regusto del sabor de un vino «elegante»-cualidad de un caldo distinguido, con linaje de variedad noble, armonioso en color y aroma, equilibrado en el gusto, con un magnífico bouquet y justa crianza- transcurrió el Día de Andalucía con la indefectible evocación a Blas Infante, en un tiempo en que sus pensamientos sobre la realidad andaluza cobran mayor protagonismo. Nuestro paisano de Casares vio entregada esta tierra a oportunistas de la política, intrusos que truecan el gobierno por un asiento donde retrepar su necia vanagloria, engendrando desde la actividad pública una ocupación propia, ejercicio éste basado en prescindir de la sustantividad inherente de la ciudadanía a la que representan.

En esta conmemoración cargada de emociones controvertidas, estos entremetidos, a quienes perfila Infante, argumentan sus discursos sobre los conflictos entre ideales y realidades. El exponente de la desventura, la generosidad, la hospitalidad y las contradicciones del andalucismo nos plantea la disparidad entre estos advenedizos y los andaluces: «para ellos, las realidades de un país son los intereses creados; para nosotros, las realidades de un país son los dolores creados por esos intereses».

La apreciación del antropólogo malagueño está de una concluyente actualidad ante el escenario que sustentamos en materia de representantes oficiales. El preclaro e imborrable historiador Juan Antonio Lacomba insiste en dinamizar nuestras percepciones al advertirnos que el autor de Ideal andaluz personificó una concepción de Andalucía y la concretó en un programa, no siendo este proyecto una herramienta partidista sino una ética de convivencia, un plan de redención y un anhelo de justicia para este pueblo milenario. Comienza la Cuaresma andaluza. Reflexionemos.