Uno sigue pensando, esforzándose por pensar, en un mundo gobernado por seres que no lo hacen. O, peor todavía, por seres que le llaman pensar a ese acto de demolición constante de ideas, emociones o palabras que llenan las cabezas de escombros y de ruidos. Estos seres, que presiden países avalados por una raída práctica de la democracia (una democracia no basada en los principios sino en los exabruptos, y no en el voto meditado sino en el voto engañado, y no centrada en el bien general sino en el beneficio de unos pocos), piensan que pensar es abrir la boca todo lo que se pueda y dejar que salga por ella lo que sea. Lo que saldrá, claro, serán esos escombros y esos ruidos, que ellos o sus asesores transformarán en eslóganes, titulares de prensa, tuits o amenazas con el dedo índice extendido en busca de una cámara. Esos seres no son pensadores excepto en este sentido: el de torturar el lenguaje y sus hijos para que digan lo que necesitan decir hasta que la realidad, genuflexa, se pliegue a sus intereses.

Pensar es otra cosa. Pensar es ir al fondo. Pensar es instruirse, es decir, dotarse de ciertos instrumentos fáciles de identificar y difíciles de conseguir: información fidedigna, lecturas de calado, atención a los sabios independientes, cultivo de una cierta sensibilidad para seguir la pista a las ideas sin dejarse engañar por ellas, una mirada desapasionada, y gusto por un silencio y una paz interior necesarios para que todo esto desemboque en silogismos claros, metáforas luminosas o decisiones pertinentes. Pensar es dejarse envolver por el mundo, el más cercano y el más lejano, y sentir lo que nos quiere contar. Pensar es viajar al fondo del alma, que es personal sin dejar de ser universal, y extraer de ella pepitas de oro en forma de propuestas o reflexiones. Pensar es hacer un trato con el tiempo de modo que éste acepte no atropellarnos a cambio de que nosotros consintamos en no menospreciarle como entidad simbólica, cognitiva y cósmica.

Pensar no es denominarle pensamiento a la constante chulería de usar las palabras para el barullo, la confrontación, el insulto, la banalidad o los prejuicios. Pensar no es rebajar la filosofía, la poesía, el periodismo, la ciencia o las artes a actividades sospechosas que conviene encerrar bajo siete llaves, que es justo lo que están haciendo la gran mayoría de planes de estudio occidentales (por no hablar de tantos orientales) a mayor gloria de los descerebrados que ejercen o aspiran a ejercer el poder. Si nos quitan desde pequeños las herramientas para desarrollar opiniones bien fundadas, seremos (estamos siendo ya) reos de aquellos que se comportan como si la masa no fuera más que mano de obra barata a la que conviene tener aturdida (de nuevo los escombros y los ruidos en la cabeza de los que antes se hablaba) para que no estropee la siesta de la élite de indeseables que manda en el mundo.

Para qué seguir pensando, se pregunta uno, en una época como la nuestra si sabe que sus pensamientos serán fagocitados y reducidos a polvo por esos pseudopensamientos trogloditas que enrarecen la atmósfera y que la vuelven, de hecho, irrespirable. Para qué seguir pensando, en fin, si ninguno de esos pensamientos se transformará en votos suficientes para derrocar a los que vociferan y escupen a diestro y siniestro, ni en leyes inteligentes, ni en razones para la esperanza, ni en progreso para la humanidad.