El tren se detuvo en una ciudad donde no había un solo turista. Eran las doce del mediodía, lo recuerdo perfectamente, y el calor era asfixiante. En la estación de Nagpur, justo en el centro de India, un hombre de unos veinticinco años, vestido con tejano y camiseta, llevaba rato contándome su vida en un inglés perfecto. Yo viajaba sola y mi destino era Nueva Dehli, pero mi tren no salía hasta la tarde.

Aquel hombre se ofreció a enseñarme los templos de la ciudad. Mientras me hablaba, sonreía. El blanco de sus dientes contrastaba con su tez morena. Era bastante alto y robusto para ser de origen indio. Me explicó que estudiaba en América y que volvía a casa por vacaciones. Y yo confié en él.

Desde lo alto de un puente que se adentraba hacia el centro, avistamos a decenas de personas chapoteando en el agua del río que atravesaba la ciudad. Algunas mujeres lavaban sus saris, mientras los niños jugaban. Hacía más de cuarenta grados de temperatura, y darnos un baño me pareció lo más apropiado. De pronto, noté que algo me rozaba bajo el agua. No puede ser él, pensé. Tal vez, sin querer, algún niño me habrá dado una patada en el pecho. Siempre he confiado en mi buena suerte. Llevaba semanas viajando de forma intuitiva por la India y todo había salido a las mil maravillas.

Corrimos a coger el autobús a los templos. En la estación la gente se amontonaba para subir a aquellos vehículos de ruedas desinfladas, cortinas raídas, sin ventanas y cargados hasta los topes. Me entretuve mirando a la gente y comparándolo todo con nuestro mundo, mucho más ordenado y previsible. Aquel caos me parecía interesante. Los vendedores ambulantes pasaban por encima gritando chai, chai, chai, chai. Aún ahora me parece escuchar la cadencia de aquellas voces, y recuerdo el inconfundible olor a leche y especias de aquel té que nunca he logrado descifrar del todo.

Me deslicé entre la gente, como pude, hasta conseguir un asiento al fondo, junto a la ventanilla. Él se sentó a mi lado. Parecía que viajáramos en una cafetera vieja. Atravesamos la ciudad. Pero al pasar por delante de los templos, el autobús no se detuvo. Aquel autobús se alejaba de la ciudad. Fue entonces cuando empecé a sentirme como un ratoncito encerrado en una trampa.

Traté de comunicar mi inquietud pero nadie hablaba inglés. El conductor tampoco entendía una sola palabra de lo que trataba de decirle. Volví a sentarme en mi asiento y entonces, mi acompañante dejó de sonreír. Un aire siniestro envolvió su mirada. Vamos a mi casa, confesó. El corazón se me subió a la boca.

No, contesté, no quiero ir a tu casa, quiero ir a los templos.

Notaba que tenía que esforzarme para que la mandíbula no me temblara. No quería parecer asustada antes de tiempo. Pero lo cierto es que lo estaba, y mucho. Aquel hombre me había desviado de mi ruta sin mi consentimiento.

No vamos a ir a los templos, vamos a ir a mi casa, a cinco horas de Nagpur.

A cinco horas, ¡dios mío! Yo tenía el billete para coger el tren de la tarde a Nueva Delhi.

Nunca antes me había sentido tan sola rodeada de tanta gente. Probablemente les convenciera de que estaba loca. Además, las mujeres occidentales que viajan solas por India, no siempre están bien consideradas, tienen fama o de colgadas, o de prostitutas. Pero eso lo supe más tarde.

Me callé y miré por la ventana. El paisaje me parecía insignificante. Fue entonces cuando mi acompañante me habló de su padre. Hacía poco que había fallecido y le echaba de menos. Me mantuve en silencio, ni le miré. Pensé que cuando llegáramos, buscaría ayuda y reanudaría mi viaje.

Al cabo de unas hora el autobús se detuvo. El conductor me obligó a dejar mi asiento. Fuera sólo recuerdo una negrura salpicada por la luz del fuego.

Algunos mendigos conversaban en torno a las fogatas buscando algo de calor en la húmeda noche. En aquel lugar no había luz eléctrica, ni estación, ni calles, ni señales de tráfico, sólo gente tirada en la calle. Estaba perdida en algún lugar de la India y no tenía ni idea de dónde. ¡Cómo eché de menos tener el móvil que voluntariamente había dejado en casa! Estaba completamente incomunicada. Recuerdo que lloré. Tal vez con la luz del sol todo lo vería de una forma diferente, y podría deshacerme de él y reanudar mi viaje.

Aquella casa estaba destartalada. El suelo era de tierra, no tenía muebles, sólo un catre en medio de la única estancia, y algo parecido a una cocina. Me dejó una linterna para ir al lavabo. Las paredes estaban llenas de arañas. La noche se presentaba como un monstruo inabarcable. Dejé el bolso en el suelo y me senté en el catre.

Cuando se abalanzó sobre mí no pude detenerle. Forcejeamos en el suelo. Aquel depredador me iba a comer viva. Mientras luchaba para sacármelo de encima se me ocurrió utilizar el único recurso que tenía a mi alcance. Le hablé. Tu padre acaba de morir, ¿qué crees que pensará de ti si ahora te está viendo? ¡Estará muy decepcionado contigo si me haces daño! ¡¡You are going to have a very bad Karma!!

En la India, la ley del karma es sagrada; hay un karma invariable con el que uno viene al mundo, y otro del que somos responsables y se nutre de las acciones individuales. Mi captor me miró a los ojos y salió de la habitación rabioso dejándome en el suelo. Aquella reflexión le había tocado. Había hecho diana, pero tenía que escapar como fuera de aquel lugar. Corrí por un descampado. No sabía hacia dónde iba. No veía absolutamente nada, sólo corrí lo más rápido que pude, sin más, como corren los animales cuando se sienten en peligro de muerte. Me tropecé varias veces, volví a levantarme, y llegué a la estación de tren.

Dos policías de bigotes dalinianos y con la camisa desabrochada cabeceaban sobre unas sillas. Les conté la historia como pude y aunque tampoco entendieron palabra, intuyeron que algo terrible me estaba pasando.

Cuando mi captor apareció en la estación, me oculté tras los policías. Les oí negociar, pero yo me agarré a ellos con uñas y dientes. Vi que llevaba mi bolso en la mano. ¡Mi pasaporte y mi dinero! Sin el bolso estaba perdida. Los policías le obligaron a devolverme mis pertenencias y a abandonar la estación. Me salvé por los pelos.

Esa noche dormí en un banco, y por la mañana subí al tren que por fin me llevó hasta Nueva Delhi consciente de la gran suerte que había tenido.

Ser mujer no es nada fácil, una aprende a golpetazos. Conocemos lo que es el dolor desde muy pequeñas. Cuando nos tiran al suelo por primera vez, lloramos, y luego aprendemos a levantarnos. Viajé dos veces más por la India pero con la lección aprendida, nunca más lo volvería a hacer sola.