Hay que remontarse a un verano de los años ochenta, para encontrar a Narcís Serra y compañía cenando en el restaurante de Deià donde también han atendido a Michael Douglas, Robert Graves o Kate Moss. De repente se produjo un apagón. Cabe recordar que, en aquellos tiempos, un atentado terrorista era algo más que una eventualidad. El entonces ministro socialista corrió a refugiarse en la cocina del establecimiento. El Estado tenía que ponerse a salvo.

Aquella carrera literal resume la carrera profesional de Narcís Serra. Proteger a las instituciones, a menudo encarnadas por él mismo, sin preocuparse del precio. De ahí su comprensible estupefacción al enfrentarse a una petición de cuatro años de cárcel por parte de la fiscalía, en el proceso que dirimirá los sobresueldos que el político catalán acordó como presidente para la cúpula de Caixa Catalunya. El pesebrismo tenía un precio.

Finalizada la Guerra Civil, el financiero Juan March apaciguó a los generales filonazis que rodeaban a Franco con el dinero de Churchill. Finalizada la intentona golpista del 23F, el ministro Narcís Serra apaciguó a los generales ultramontanos que añoraban a Franco con dinero de los españoles. Segundas partes nunca fueron buenas, y el primer vicepresidente de Felipe González llevado a juicio puso en práctica en Caixa Catalunya las mismas prácticas de seducción salarial que aplicó a los altos mandos militares desde el ministerio de la Guerra.

Las desgracias nunca vienen a solas. El cultísimo Serra, que leía a Dante durante sus vacaciones, debe apreciar la ironía de que la primera petición de penas haya coincidido con la divulgación de las conversaciones grabadas ilegalmente a Juan Carlos de Borbón por miembros de los servicios de inteligencia a sus órdenes. Aquel escándalo le costó la dimisión como vicepresidente del Gobierno. La desvinculación le libró de males mayores, pero el estamento judicial no se halla tan controlado como en los noventa pese a los ímprobos esfuerzos del ministro Catalá.

Serra pacificó el ejército y sucumbió a la banca, por si se necesitan más datos para ajustar el escalafón de los poderes fácticos. El primer ministro de Defensa socialista, y compañero incluso ideológico de Miquel Roca, se incorporó al Gobierno de González después de legar la alcaldía de Barcelona a un despierto Pasqual Maragall. Una vez en Madrid, se distinguió por el pactismo antaño inevitable en los políticos catalanes. Si era Narcís para el mundo exterior, firmaba Narciso Serra sus pronunciamientos ministeriales en el Boletín Oficial del Estado.

Durante su década en el Gobierno, el matrimonio Serra navegaba en su veraneo mallorquín a bordo de un humilde bote siempre a riesgo de volcar. El aparato de seguridad desplegado por la Guardia Civil contrastaba con la normalidad familiar. Al vicepresidente se le veía feliz habitando la sencillez, y eso que sus tensiones al frente de militares emergidos de un golpe debían superar a las turbulencias que emboca el líder de una entidad bancaria. Cuesta imaginar para qué necesitaba engordar un sueldo de por sí millonario, si repetía polo holgado en dos veranos consecutivos.

La accidentada carrera de Serra, ahora revuelta hacia el viacrucis penal, demuestra que todas las precauciones son insuficientes a la hora de exponerse a los vientos de la opinión. El entonces vicepresidente se refugiaba en trincheras próximas a la paranoia política. Cultivaba el ocultismo, no se prodigaba en declaraciones intempestivas. Y sin embargo, le estalló la caja de Pandora de los secretos del Cesid. Ahora se ve obligado a despejar unas acusaciones financieras muy concretas, pero en sus momentos de pausa debe recapacitar de nuevo sobre la segunda derrota de su proverbial, y carísima, discreción.

Veinte años antes de que Carme Chacón asombrara al mundo y sobre todo a Berlusconi, al tomar posesión del ministerio de Defensa embarazada, Serra tuvo que neutralizar las críticas por elevar a la cúspide militar a un civil que no había prestado el servicio militar. Superó aquella aparente contradicción, pero no se recuperó de la paradoja de encabezar una caja sin haber desfilado con provecho por la caja de reclutas.

En qué momento se torció Serra. Llegó a ser el número cuatro del Estado, insiste en que quiso amarrar a los mejores gestores para Caixa Catalunya. Por desgracia, los números tozudos resuelven la brillante actuación del equipo directivo en un agujero de diez mil millones, pagado a escote por los contribuyentes. Los historiadores deberán determinar cuánto costó a las arcas públicas la pacificación de los generales.