Uno compra un libro de segunda mano. Es barato. Está bien, al menos por fuera. Es un título que buscaba o que le ha llamado la atención. O es una de esas piezas que se le llevan resistiendo meses o años. Uno es feliz por el hallazgo. Tanto que casi ni lo hojea. O lo mínimo. Lo justo para cerciorarse de que no ha sido subrayado, de que el cuerpo de letra es asequible para sus ojos fatigados por la edad, de que los cuadernillos están cosidos donde corresponde. Abona el libro y se marcha a un café para comenzar a leerlo. Se sienta junto a un ventanal por el que entra luz a raudales. Da a una plaza donde varios árboles se asfixian en sus diminutos alcorques. Hay palomas, claro. Algunas de ellas se posan en las ramas como notas de un pentagrama. La imagen es vieja y tuerce el gesto por haber caído en el tópico. Se pide una cerveza y unas patatas fritas que luego no tocará por miedo a manchar de grasa su reciente adquisición. Conoce ese momento y lo retrasa para saborearlo mejor. Da un sorbo y las comisuras de la boca se le llenan de espuma. Se relame. Saca el libro de la mochila. Con cuidado. Para que no se asuste. Para no asustarse uno. Lee los créditos como quien murmura una oración sólo para iniciados. Año de publicación. Lugar. Número de depósito. Editorial. Traductor y título original si lo hubieran. Se va al final para hacer lo propio con el colofón. Un arte escribir buenos colofones. Ya no hay excusa: toca sumergirse en el libro, arrojarse de cabeza en él. Es un mar o es un río, pero no hay tiburones, no hay pirañas. Precaución: no tirarse desde muy alto por si no tuviera suficiente profundidad. Vuelve a abrir el libro por la portadilla. Allí, emboscada desde el principio, aguarda una dedicatoria. A uno se le había olvidado esa posibilidad, tan frecuente por otro lado. La posibilidad de que alguien se lo haya regalado a alguien. Quizás el propio autor, la propia autora. La posibilidad de que alguien haya estampado su firma o puesto su ex libris. Frunce el ceño. La lee. De nuevo lo mismo, piensa. De nuevo la carcoma de la eternidad royendo por dentro el tiempo. Porque la dedicatoria comienza diciendo: «¡Todas y cada una de mis células te quieren!» Así, con signos de exclamación. Y continúa: «Mi corazón te ama y mi... te desea». Esos puntos suspensivos lúbricos, descarados, insinuantes, transparentes. Hay más, pero uno, triste, cierra el libro de golpe. Porque se sabe esta historia. Y su final. Porque ha aprendido que las declaraciones de amor no aguantan el transcurso de los lustros o los decenios (seamos generosos con la contabilidad sentimental). Y que el soporte material (un libro como este, por ejemplo) sobre el que se gravan se desgasta en sucesivas, inevitables y súbitas deflagraciones. Las catástrofes de lo visible carbonizando los anhelos de lo invisible. Alguien ha vendido el libro. Su dueña o su dueño, sus herederos. Y al vender el libro ha vendido, a precio irrisorio, la dedicatoria, esa promesa de amor infinito. Sin delicadeza para arrancarla. Sin respeto. Que se vaya todo esto, se habrá requerido quien sea. Cuanto antes nos libremos, mejor. Al por mayor. En cajas o bolsas mal cerradas. Valorados al peso. Melancolía desgarradora. Uno se levanta dejando el libro en la mesa. Paga. Se marcha del local sin mirar hacia atrás. Uno había comprado un libro, no una vida rota. Habrá que fijarse mejor la próxima vez.