Suspender en cultura es no aprobar en futuro. No sé si lo tienen claro nuestros gobernantes y empresarios, pero hemos vuelto a dar la nota. Un 4,4, insuficiente para pedir revisión de examen a la Fundación Alternativas, cuya labor es el análisis objetivo de la realidad nacional e internacional, y regatearle el cinquillo pelao de manga ancha. Su informe presentado en la Biblioteca Nacional insiste en que desde 2008 no pasamos de curso en esta asignatura. Gobierno, administraciones, comunidades autónomas, ayuntamientos, gestores, y empresas catean de nuevo. El ministerio de lo suyo no aprende la lección: las leyes de mecenazgo, de la propiedad intelectual y contra la piratería las deja en blanco y se equivoca subrayando la carga fiscal. Y para las entidades financieras la cultura es una optativa con pocos créditos. No es una maría. Tampoco un hueso. Y más que memorizar, lo que se exige es asistencia y un buen trabajo de grupo. Ni por esas. Acaban de darnos la papeleta, y como si nada.

Sólo la creación y la inquietud y ganas del público por consumir productos de calidad sacan aprobado en el estudio. Pero para subir del cinco raspao hace falta que unos dejen de hacer novillos con las entrevistas de ese gran comunicador que es Bertin Osborne, como la hecha al narcisista Aznar que presume de sus 2.000 abdominales al día; de su presidencial foto bélica de las Azores con la que nunca antes España había alcanzado una posición internacional -la de invadir un país acusado falsamente de tener armas químicas-; de insistir en que el adversario político los engañó el 11-M y acusa en condicional a Podemos de meterlos a los dos en la cárcel si Pablo Iglesias estuviese gobernando. Y que otros no se pirren tanto por las pellas en torno a la ruptura de Paula Echevarría y David Bustamante. Lección de democracia con populismo de derechas y la vida en Instagram. Sobresaliente y matrícula de honor. A la política y a la sociedad se le notan demasiado el botox y el photocall. Que poco extraña que España suspenda en conocimiento y en conciencia.

El informe de la Fundación Alternativas, cuyo patronato cuenta con su vicepresidente el abogado Nicolás Sartorius, la catedrática Victoria Camps o el doctor Trías de Bes entre otros, expresa su suspenso rotundo en estímulo y sostenibilidad de proyectos culturales; en políticas públicas; en respeto a la autonomía creativa; en la justa remuneración económica de la creación; en sus promoción en los medios públicos; en el fortalecimiento del tejido industrial: en las estrategias privadas de apoyo a la gestión y suspenso en igualdad -el 39,8% de los trabajadores del sector son mujeres frente al 60% que suponen las mujeres en los estudios de estas áreas-. Puntuaciones cuya media no da para que la cultura se entienda como un instrumento clave y uno de los ejes de la sociedad que aspira a tener un nivel educativo que no diste tanto del deseable. Y si nadie lo remedia la progresión negativa irá a más, teniendo en cuenta que en 2011 obtuvimos un 5,1 y en 2014 bajamos al 4,5. La mayoría de los implicados en la industria cultural, en la que pocos pájaros hacen nido, se muestran pesimistas ante el desafío de hacer de la cultura una marca notable. Otros en cambio se aferran a que, como señaló Sergio Pitol, la cultura siempre es una lucha a contracorriente.

Estoy de acuerdo con el autor mexicano de Tiempo cercado, El infierno de todos, El arte de la fuga y Soñar la realidad, y más aún cuando añade que lo único que se puede hacer para seguir adelante es no dejarse llevar por el derrotismo y trabajar, trabajar. Es cierto que la destrucción de 80.000 empleos en el sector cultural, con una pérdida de 5.000 millones de euros, como señaló en la presentación el coordinador del ICE Enrique Bustamante, junto con la reducción del 25% en el consumo de cultura y un 70% de disminución en los presupuestos públicos del Gobierno, comunidades autónomas y ayuntamientos destinados al sector, no suponen un aliento en la batalla.

Tampoco lo es saber que la crisis y el triunfo, impuesto en la epidermis social, han desmoronado la conversación entre la cultura y el hombre, y que así resulta más fácil imponernos reglas, fuerzas, el golpe maestro de un discurso que nos despoja no sólo del trabajo, también de la vida. Y que cuanto más se trabaja más se enajena uno y el mundo material que producimos nos pertenece menos y más se empobrece nuestro mundo interior, como señaló Marx. Sería un grave error minusvalorar esta cuestión, tanto por su valor moral y simbólico como por su significado económico. En lo simbólico y moral está buena parte de la fuerza que necesitamos para salir de una crisis, que lo es también de valores, y volver los ojos hacia la cultura -y la educación- para empezar a afrontarla con acierto.

La cultura nos permite reencontrarnos con lo mejor de nosotros, hacer preguntas inteligentes, inquietantes y seductoras. Nos enseña a superar los problemas y nos acerca la ética imprescindible para ejercer y compartir una cultura informativa, reflexiva, valorativa y reivindicativa. Es a los planes educativos a los que debemos exigirle la transmisión y formación en estos conceptos, cultivando el argumento base de los jóvenes, rescatándolos del ruido y de la prisa, enseñándoles a tener tiempo, la posibilidad de equivocarse desde el pensamiento y a soñar utopías que no por imposibles dejan de ser vitales. Y en esa educación sucesiva y transversal con la ciencia y los medios tecnológicos que faciliten nuevos lenguajes, que hagan suyo que la cultura es el patrimonio inmaterial y arquitectónico de la ciudad; que es la literatura, la fotografía, el cine, el teatro, la danza, las bibliotecas. Que la cultura es charla y debate, una mirada desde la que interpretar la realidad y enfrentarla. No se trata, como ha señalado la ex directora de la Biblioteca Nacional, Milagros del Corral, de que todos los niños sean artistas, sino de que se eduque al niño y se le enseñe a ir un museo y al teatro de manera habitual, a tener su propia biblioteca y a cultivar su intelecto.

También es urgente que a la industria en acrobacia que tenemos se la oxigene con la voluntad política, financiación y la demanda social que exige Manuel Gutiérrez Aragón para cambiar las cosas; y que se deje de reconocer a la mujer en la cultura como un porcentaje de cuota, y su labor y número sea tan sólo una cuestión de profesionalidad. No es normal que en pleno siglo XXI la poeta Luna Miguel tenga que llamar la atención pública sobre lo poco que se nombra a las mujeres cuando se habla de libros, de cine o de arte. Igual que demandan su normalidad y las mismas posibilidades de trabajo y promoción directoras de cine, escritoras, artistas y gestoras como Ana Pérez de la Fuente, Laura Freixas, Margarita Aizpuru, Cristina Consuegra, Marina Núñez o Charo Carrera.

El examen del año que viene tenemos que sacarlo de calle. Exijamos ese vitalismo de la cultura al poder político, a las empresas y a los medios de comunicación que muy poco contribuyen. Y hagámoslo también como público en el madrileño Teatro de La Comedia donde Gerardo Vera y Juan Echanove nos acercan la vigencia contemporánea de Quevedo; escuchando a Carmen Linares traduciendo a Miguel Hernández a contrabajo y seguiriya, a bulerías al violoncelo, al piano el duende y la sombra, un fandango de amor y muerte a la batería con Josemi Garzón, José Luis López, Pablo Suárez, y Ramiro Obedman a la primera guitarra con voces en sueños de Silvia Pérez y Arcángel. Teatro, poesía, flamenco, dejando claro que si dejamos de pensar el mundo, otros lo pensarán por nosotros. Y no tendrá tanto arte.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es