En una conocida historia oriental se habla de un pintor al que un emperador, seducido por su legendaria fama, encarga decorar con un dragón una de las paredes de su palacio. El pintor se encierra en la estancia donde se alza esa pared y se sienta frente a ella en actitud contemplativa sin hacer nada. El tiempo pasa (semanas, meses, años) y el emperador comienza a impacientarse hasta que un día, de manera súbita, el artista se levanta y con unos pocos brochazos traza la figura de un dragón tan perfecto como nunca se había visto. Cuando le preguntan por la razón de que haya tardado esa eternidad en hacer algo tan aparentemente simple, contesta que hasta que no ha sido, gracias a la potencia de su contemplación, él mismo el dragón no se ha atrevido a dibujarlo. Un dragón fruto sólo de la técnica, argumenta, es un insulto tan grande a la viveza de un dragón verdadero que éste, al enterarse, se habría vengado devorando a quien lo hubiera disminuido de esa manera, algo que resume, de hecho, la biografía íntima de los artistas mediocres. Por el contrario, un dragón emanado del corazón y del alma de uno, un dragón comprendido desde dentro de él, tarde o temprano desplegará sus alas y acabará llevando a su ejecutor al cielo de los inmortales. Para pasmo de los integrantes de la corte, en cuyos rostros predominan muecas de burla y escepticismo, al terminar de pronunciar estas palabras el dragón de la pared comienza a desgajarse de ésta, sembrando de escombros, gritos de espanto y caos el lugar. Así hasta liberarse del todo de su prisión de mármol. Entonces se agacha para que al pintor se siente en su lomo y se agarre a su cuello escamoso y se aleja volando en dirección al infinito.

Contemplar, en efecto, es quedarse quieto y concentrado hasta que el objeto de esa contemplación le cuente a uno sus secretos y le indique el camino para entrar y salir de sus laberintos interiores sin perderse. Quedarse quieto y concentrado hasta que el dragón confíe en él. Quedarse quieto y concentrado hasta que los gorilas (¿se acuerdan de aquella famosa primatóloga, Dian Fossey, y de la película que contaba su historia, Gorilas en la niebla?) se acostumbren a él. Quedarse quieto y concentrado hasta que la divinidad, sea eso lo que sea, decida hacerle partícipe de sus misterios. Quedarse quieto y concentrado hasta que el problema (matemático o metafísico, personal o de pura logística cotidiana, emocional o económico) se resuelva por sí solo en la pizarra de su inteligencia. Quedarse quieto y concentrado hasta que la luz se abra paso en el mar de las tinieblas y se haga compatible, amiga e incluso cómplice de esa oscuridad que atraviesa en busca del conocimiento o del autoconocimiento.

Contemplar es aprender a mostrar atención e interés por algo o por alguien sin que la prisa rompa antes de tiempo esa atención y ese interés, tener voluntad de sosiego, de apaciguamiento, de estar donde se está. Contemplar es o debería ser lo más sencillo del mundo: bajarse sin pedir permiso del tiovivo nervioso y acuciante del que la mayoría estamos prisioneros y tumbarse en la hierba recién segada, en la playa de suaves dunas, en la nieve que sueña huellas dulces y las protege de la voracidad de los minutos, en el sofá de una habitación en penumbra. Y aguardar sin prisas a que el dragón venga a rescatarlo del tiempo falso, de la luz sucia de aquí abajo.