Hace poco compartí mantel con unos buenos amigos en los Baños del Carmen y, entre ola y ola del levante, surgió un tema recurrente en mis conversaciones: ideas para hacerse asquerosamente rico cumpliendo a rajatabla la ley del más mínimo esfuerzo. Supongo que en ello influyó la cercanía del día del trabajo, que es agotador sólo de nombrarlo. Es decir día del trabajo y me entran ganas de pedirme una baja, pero no puedo porque soy autónomo y me toca apechugar.

En mi perorata retórica de sobremesa sobre cómo conseguir una fortuna sin pegar un palo al agua pasé de largo sobre opciones como el Euromillón, escribir una trilogía facilona al estilo de Grey o preñarme de algún torero, y me centré en la posibilidad de inventar algo imprescindible para la humanidad, algo sin lo que la gente no pudiera ni respirar, que creara una necesidad irrefrenable de ser consumido o usado, al estilo del Avecrem, las cintas de Los Chichos o un aparato para lucir abdominales.

Llegué a la conclusión de que la premisa básica de todo negocio que se precie empieza por pensar y definir el público al que va dirigido, y ahí apareció el problema. Te pones a pensar y caes en la cuenta de que, por lo general, la gente es imbécil. Individualmente, a solas, las personas tenemos algo especial, encantador, pero la marabunta, el hombre masa de Ortega, tiende al aborregamiento y el facilismo, lo que hace que tus eventuales consumidores se alejen de propuestas abigarradas, debiendo por tanto desechar ideas que incluyan la fusión fría, un sesudo montaje y todo aquello que requiera algo de sacrificio. Mi héroe, en este sentido, es Gary Dhal, quien, entre cervezas, discutía con sus amigos sobre los inconvenientes de las mascotas y, pasada la resaca, inventó la piedra mascota. No hay que limpiarla, vacunarla ni alimentarla. Quizá usted se ría pensando que hay que ser tonto de baba para gastarse 5 dólares en comprar una piedra a la que cuidar, pero la risa viene a menos cuando le digo que el señor Dhal ganó con su negocio algo más de 3 millones de dólares. Así, vendiendo piedras.

Ideas para hacerme millonario tengo muchas, pero no consigo conectar con el público comprador. Leo que el juego de la ballena azul, que propone cumplir 50 retos y acaba con el suicidio del participante, se hace viral entre los jóvenes europeos, o que Bigote Arrocet gana 6.000 euros semanales por «convivir» en una isla televisada, o que puedes acabar muerto por separar una pelea entre dos energúmenos, y llego a la triste conclusión empírica de que el mundo se va a la mierda, irremediablemente.

Estos días ando liado con una idea refrescante, nueva, impactante. Voy a caballo ganador con un margen de éxito casi absoluto e inversión inexistente, es decir, riesgo cero. No me hace falta ni pedir una subvención a la Junta ni aguantar los caprichos de un socio capitalista. Se trata de una aplicación para el móvil en la que tú puedes mandar un aplauso cada vez que un político acierta, hace algo correcto o demuestra que piensa en nosotros. Ya lo estoy viendo, miles, millones de personas venga a darle al botoncito una y otra vez por el módico precio de 20 céntimos el aplauso virtual. De esta seguro que me forro.

Ahora, con su permiso, tendrán ustedes que disculparme, voy a recoger un paquete que pedí por internet. Lo anunciaban en Sálvame y por fin me ha llegado, es un respaldo de bolas de bambú del Himalaya con estampado de leopardo para el asiento del coche. Y muy barato, sólo 200 euros. Estaba obnubilado viendo a Jorge Javier y sentí que no podía vivir sin él. Sin el respaldo de bolas, claro.

No dejo de preguntarme quién habrá sido el cabrón avispado al que se le ocurrió una idea tan buena.