No sé yo qué opinar de la decisión del gobierno catalan de aumentar los impuestos sobre los refrescos y bebidas azucaradas, una medida que, de momento, el ministro Montoro ha dejado en stand by pero que posiblemente llegue más pronto que tarde a todo el país. Se supone que esta tasa se pone por el daño que el azúcar hace a la salud y que luego revierte en el gasto sanitario. Muy bien, pero como se pongan tiquismiquis gravando los alimentos que de una forma u otra pueden dañarnos, al final solo vamos a poder tomar zumos de aloe vera, espinacas, lentejas sin chorizo y coliflor hervida. Empezando por el azúcar, como eches un vistazo a alguna de esas proyecciones que circulan por internet en las que los nutricionistas te ponen al lado de un producto la cantidad de azúcar que lleva en terrones, dejas de comer. Un flan lleva siete terrones; cuatro bocaditos de sushi, tres terrones; y un bol de palomitas dulces, 33 nada menos. Con lo bien que entran delante de una peli de aventuras en el cine... Hasta el pan integral lleva azúcar así que, como se lo tomen en serio, nos fríen a impuestos. Vale. Podemos sustituir el azúcar por otros edulcorantes. Pues tampoco. Los refrescos cero o light, por ejemplo, son terroríficos si uno hace caso a un estudio que circula por internet publicado en Stroke, una revista de la American Heart Asociation, que por el nombre debe ser seria, que atribuye a los edulcorantes artificiales riesgo de demencia y ataques cerebrales hasta el punto de afirmar que un refresco cero o light a la semana triplica el riesgo de padecer alzheimer e ictus. Si esto es así, no sé como voy a acabar yo que me bebo un par al día. Hasta a los zumos naturales les ponen pegas y te encuentras con nutricionistas que aseguran que un zumo de naranja, por muy natural que sea, tiene las mismas calorías que un refresco de cola normal. ¿Entonces qué hacemos? Se supone que hay que beber agua o té o zumo de remolacha... Lo demás lo podrían encarecer porque engorda o provoca colesterol del malo o diabetes o cáncer o tensión alta. Así, habría que aumentar los impuestos del queso y de los huevos y del embutido y de la carne roja y del pan y del arroz y del aceite y de la nata y de los dulces y de las verduras con pesticidas y del pescado graso y del tomate frito y de todo lo que no sea zanahoria, pollo asado y lechuga. Y también gravar de paso con una tasa todos los estudios nutricionales que no estén suficientemente contrastados y que provocan alarma, depresión, estrés y mala leche.