El pacto presupuestario del Gobierno con el PNV es la prueba del injusto disparate retributivo en que se ha convertido la política rehén del mercadeo de los votos. Las concesiones, miles de millones de euros, a los nacionalistas vascos devuelven a la actualidad el agravio en la comparación de unas regiones con respecto a otras. El acuerdo permite eludir a las enmiendas a la totalidad que ha planteado la izquierda pero pone en evidencia una vez más lo escasamente equitativo y fiable que resulta un gobierno en minoría frente a la voracidad del nacionalismo periférico. No es la primera vez que sucede, ha pasado siempre que esta circunstancia se ha producido y con otros gobiernos, pero ello no significa que haya que dejar de lamentarse. Los socialistas que presumen de razonables, encogidos por su propio dilema partidario, han perdido la oportunidad de afrontar un diálogo productivo para el país y mostrarse como un partido que piensa primero en el interés general que en su discusión interna. Habrá que ver hasta qué punto son capaces de escudarse en el cinismo para poner a este débil gobierno contra las cuerdas. De Podemos no hay nada que decir, sólo cabe esperar una palada tras otra de tierra con el fin de sepultar al sistema. Los turiferarios gubernamentales veían un éxito de Rajoy en que los nacionalistas vascos hubieran excluido de la negociación presupuestaria el autogobierno y el acercamiento de los presos etarras. Dos asuntos que el PNV no tardará seguramente en poner sobre la mesa para justificarse ante los suyos simulando otro tipo de exigencia étnica. Así funciona el negocio de compraventa de votos con las minorías que deciden a su antojo la injusta asimetría del país.