El otro día supe que los adolescentes de hoy en día se cuentan la mayoría de las cosas por el móvil, con sus amigos, confidentes e incluso hermanos. Y lo que es peor, escriben a modo de Whatsapp su propio diario. Recuerdo como si fuera ayer que, cuando caía la noche, hacía expedición por las habitaciones de mis hermanos; iba de trinchera en trinchera fijándome en todo, como solo se pueden fijar los que pasan desapercibidos. De ellos, la referencia futbolística y los consejos del colegio, profesores; las batallas de clase. De ellas, todo lo demás. Aún recuerdo las confesiones con la menor de mis hermanas mientras ensayaba con la guitarra. Conforme crecimos, esas conversaciones fueron pasando de solo recibir consejo de alguien mayor a crearse un clima de camaradería que conforma la relación de fraternidad. Inigualable. Sherry Turkle, psicóloga y socióloga, profesora en el MIT, acaba de publicar el libro En defensa de la conversación. Lejos de ser una obra antitecnología sí que nos pone en guardia ante lo que puede ocurrir si dejamos que nuestros menores no sepan empatizar con sus iguales. Nunca será lo mismo un XD o un LOL que reír a carcajadas con tus hermanos en la cama de tus padres cuando uno de ellos cuenta cual es su plan maestro para no perder dinero en esa manifestación peligrosa a la que van a acudir. Él lo tenía claro: «Yo te doy mil pesetas de las mías, y tu me das mil pesetas de las tuyas, por si nos roban, que no nos roben todo el dinero a ninguno de los dos». Eso no se puede explicar por Twitter, ni por Facebook. Las conversaciones son necesarias. Hablar mientras se almuerza es necesario y además, para aprenderlo, es imprescindible. Por tanto, si los más jóvenes no experimentan y ensayan la conversación serán incapaces de mirar a los ojos a una amigo, a una amiga o a su jefe y hablarles. Y eso es una minusvalía que no nos podemos permitir. Los profesores lo saben, de hecho fue uno de ellos, Alan de Gamarra, quien me recomendó el libro, pero esto debe aprenderse en casa.