Si Hazaña y su verbigracia levantaran la cabeza, una de dos, o, aterrorizados y avergonzados, él y ella volverían raudos a enterrarse, esta vez a cien metros de profundidad, como poco, o contratarían a un miembro de la unidad de élite aquella a la que perteneció el Jesús de Nazaret más expeditivo, el que expulsó a los mercaderes del templo a latigazos, para que con su infalible método desalojara de la política a los que llevan toda su vida intentando ser lo que nunca serán: brillantes. Y sería un ahorro... ¡Y grande! En la Carrera de San Jerónimo no quedarían más de cuarenta o cincuenta almas profesionales de la política multicolor y en el antiguo Hospital de las Cinco Llagas, entre veinte y veinticinco, como mucho...

Es curioso -y lamentable- cómo demasiados de los que pretenden brillar ante sus valedores nunca pierden la oportunidad de mostrarse impresentables a la primera de cambio. Caray, tan es así que mis entendederas empiezan a dar por buena la tesis de que para ser uno de ellos y entregarse en cuerpo, alma y bolsillo a la política, al menos dos condiciones son de rigor:

Una es la impresentabilidad. Así como suena. Diríase que a algunos la política los impele a perseguir las imaginarias sillas de la Mesa de los Pecados Capitales, el cuadro atribuido al Bosco, porque nada tiene más empuje y reprise que un buen pecado capital para optar al Nobel de la impresentabilidad política.

La otra es no haber leído y entendido al inmortal Borges, al que su ceguera exterior le magnificó su visión interior. O sea, lo contrario que a algunos políticos profesionalizados, a los que su autofoto les impide ver más allá de sí mismos. Kant, sobre este particular, decía que el sabio puede cambiar de opinión, pero el necio no. Y por ahí van los tiros, parece ser... Entre los sabios políticos hay demasiados políticos necios atados a la rancia política, la de piñón fijo.

Borges viaja en mis adentros desde nuestro primer encuentro. Su existencia es una fuente inagotable de conocimiento sensible de la que hoy extraigo dos afirmaciones, que convendría que tuvieran en cuenta tanto las primarias como los secundarios:

«En realidad no estoy seguro de que yo exista. Soy todos los personajes que he leído, todas las personas que he conocido, todas las mujeres que he amado, todos lugares que he visitado, todos mis antepasados...».

«Cualquier destino, por largo y complejo que sea, consta de un solo momento: el momento en el que cada hombre sabe quién es».

Bien le vendría a doña Susana, la primaria, y a don Pedro, el secundario que se alegra de serlo, según doña Susana, cambiar de mesa. La de los pecados capitales no es la que les conviene, especialmente a ella, que les pone más empeño. Como tampoco le conviene el sonsonete de la posverdad afinada en yo-mí-me-conmigo sostenido mayor, más basada en manejar el corazón del militante que en alumbrar con la verdad su cerebro, esperanzándolo. Escuchar la afectada letanía ovante de doña Susana, la primaria, me ruboriza tanto como escuchar la cansina recua del erre que erre afinado en yo-mi-me-conmigo bemol menor de don Pedro, el secundario. Verlos y escucharlos defender sus verdades antinómicas, con tono y forma de episteme en estado puro, me sonroja, no puedo remediarlo. Erubescencia es lo que siento, erubescencia ajena. Pero que no cunda el enfado por mis pareceres, que mis letras solo son un humilde tributo a la subjetividad, que, como es sabido, forma parte de la libertad de cada uno. Eso sí, que conste: si Borges los observará, sin dudarlo sentenciaría que no lo han leído y que, si lo han hecho, no se han quedado con la copla. Demasiado «compañera Susana...», demasiado «compañero Pedro...», demasiado «PSOE solo hay uno...», para ser verdad. El acompasado runrún suena a ¡señores y señoras pasen y vean...!

Mirando el escenario con la suficiente perspectiva, da la sensación de que tanto doña Susana como don Pedro se encuentran en un punto en el que empiezan a sobrarles las alas contrahechas y a faltarles las raíces verdaderas, y esta circunstancia, naturalmente, no es la más propicia para darle forma a una formación política cuyas bases parecen aspirar a su particular misterio de la Santísima Trinidad. Es decir, tres socialismos distintos y un solo PSOE verdadero... O sea, la cuadratura del círculo.