La ciencia va camino de arreglarlo todo, de hacer que cualquier cosa tenga remedio, de que exista una solución para cada problema, un antídoto para cada veneno, un consuelo para cada dolor. Los humanos huimos de la enfermedad, de la vejez, de la muerte, esos tres jinetes que nos persiguen, inventando bálsamos.

Hablan en estos días los periódicos de un nuevo fármaco que, al parecer, imita la mayor parte de los efectos beneficiosos de la actividad física, que es la última y más moderna religión. De modo que quizás pronto ya no haga falta calzarse unas mallas y salir a trotar por las calles. Bastará con un par de grajeas (qué me gusta la palabra ´grajea´, tan perdida en otro tiempo, en aquellos días en que fumar era elegante y el único deporte consistía en trepar al taburete de los bares), para revitalizarnos y hacernos parecer como recién salidos del gimnasio, con las endorfinas altas y el colesterol bajo, felices y lozanos.

Probablemente sea cierto que el sedentarismo y la obesidad son las epidemias de nuestro tiempo, las que han venido a sustituir a aquellas legendarias y sonoras plagas de lepra, de peste, de tuberculosis, que amenizan tanto la historia y que de tanto en tanto asolaban el planeta siquiera fuese para hacer sitio, porque parece que nadie se ha puesto aquí a calcular el aforo, pero tal vez sea conveniente ir reparando en que no cabemos todos. Hasta ahora, lo único que hemos hecho unánimemente los seres de este mundo ha sido morirnos, pero los humanos siempre pensamos que es una injusticia, que nosotros (y solo nosotros) merecíamos más tiempo, que no hay razones para morir, y en ello nos empeñamos.

También hace poco nos contaban los diarios que están muy avanzados los estudios sobre unas pastillas que nos harán inmortales. Consistirá, explicaban, en una regeneración celular completa, lo que nos hará mantenernos eternamente jóvenes, constantemente renovados, en un continuo e inacabable reciclaje. Los humanos de pasado mañana serán como dioses olímpicos.

Así que dentro de poco nadie morirá. No nos estará permitido ese último ejercicio de humildad que es pasar al olvido. La vida será un estado continuo de juventud cebada por pastillas. Alguno, dentro de no mucho, pasará a la historia por ser el último hombre fallecido, el tipo sin suerte que llega un segundo tarde a lo eterno, o un segundo pronto a la nada, quién sabe de qué lado computarán el caso, de qué opinión será quien diga, en íntimo responso, «que la tierra te sea leve», y herede su reloj.