La imaginación tiene la crisis de los cincuenta. Nunca tuvo tan difícil abrir las cerraduras de la realidad. Sin embargo 49 años atrás su don de conquista fue el latido de París, el abrazo entre las palabras y las paredes. Prohibido prohibir. Cambiar la vida, transformar la sociedad. Sean realistas, pidan lo imposible. Un poema en revolución en versos de grafiti, el nuevo género contra las guerras coloniales, las facturas, los formularios, el autoritarismo, la bisutería del amor y contra el orden previsible de las cosas. Sucedió a mediados de un mayo callejero entre la crisis de una civilización, según André Malraux, y la libertad de otra. Gaullista una en su arrogante política por decreto, a pie de fábrica y universidad el descontento airado de la otra. El primer ministro George Pompidou y la represión policial frente a Caroline de Bendern, a hombros de su novio, con una bandera de Vietnam. El Elíseo en estado de combate contra el Barrio Latino convertido en La Comuna de los obreros de Renault, de Citroën y de Sud Aviation, de los estudiantes de los suburbios de Nanterre y de la Sorbona, unidos por un enfrentamiento con el orden la noche del 10 de mayo -mil personas heridas con 400 de ellas muy graves-; el millón de personas en la manifestación del 13 de mayo; la huelga general e indefinida del 17 con diez millones en guerrilla espoleados por la voz del joven Cohn-Bendit con el nombre vikingo de Dany el Rojo. De fondo, Ma liberté de Georges Moustaki, Les Anarchistes de Léo Ferré y el himno de batalla Ils est 5 heures, Paris s´eveille (Son las cinco de la mañana, Paris despierta) en la voz de Jacques Dutronc y de una generación con fe en el cambio y el sueño de la imaginación al poder.

No se consiguió, a pesar de ser el título, en Le Nouvel Observater, que Sartre le puso a su entrevista con Daniel Cohn-Bendit acerca de las exigencias obreras de conseguir las 40 horas semanales y el salario mínimo de 1.000 francos al mes, y del mito derribado de «nada puede hacerse contra el régimen». Nunca llegó la imaginación al poder porque el poder siempre le tuvo aprensión. Y porque como señaló el filósofo Edgar Morin, en La revolución sin rostro, mayo del 68 fue más que una simple protesta pero menos que una revolución. También porque muchos de sus protagonistas cambiaron enseguida el beso con la utopía por un noviazgo de intereses con el establishment que siempre termina absorbiendo todo aquello que lo que lo amenaza. Aquella desbandada que De Gaulle calificó de chienlit albergó siempre divergencias internas entre los estudiantes y los obreros, entre el PC, la CGT y Mitterrand, y sirvió, en palabras de Chris Harman, de trampolín a los políticos oportunistas para avanzar en sus carreras. Una certeza demoledora que también quedó clara con el viaje por dentro de la embriaguez del poder de los partidos socialistas de Europa, cuya travesía de contradicciones, acomodos y autotraiciones, han desembocado en ese humillante 6% de votos de los recientes comicios franceses, y en el abismo entre la bicefalia del PSOE abocado a un final en el que sólo habrá perdedores y la urgente necesidad de una profunda catarsis y de una auténtica refundación. Un destino engendrado posiblemente aquel 30 de mayo en el que un millón de personas desfiló apoyando al general De Gaulle en los Campos Elíseos; presagio del gran triunfo de la derecha en las siguientes elecciones. También en el desencanto del poeta Jacques Prévet que en 146 días rebeldes pasó de escribir: «estamos en 1968 y soy un realista mágico», a sentenciar: «no se puede vencer al sistema imitándolo». No es extraño que a raíz de aquello existan voces como las del sociólogo Jean Pierre le Goff que afirman, fuera y de su libro El legado imposible, que aquella revolución «no sólo careció de proyecto político, sino que fue incapaz de construir una alternativa seria de sociedad».

Desde el otro lado de las barricadas, Henri Weber responde en su ensayo ¿Hay que liquidar mayo del 68? que aquel sí fue un movimiento idealista y romántico en contra de la sociedad de consumo y en defensa incuestionable de la liberación de la mujer, de la autoridad parental y su derecho a la contracepción, de la igualdad profesional entre ellas y los hombres; de la mensualización de los salarios -que entonces eran quincenales-; del reconocimiento de los sindicatos en las empresas, de la creación del salario mínimo, del seguro de desempleo; del ecologismo; de la defensa de los derechos sociales; de una mayor libertad de pensamiento político y del protagonismo creciente de la sociedad civil. Conquistas sin duda de aquel desafío de la imaginación contra los límites de lo real, que quiso transformar el mundo aunque éste, como escribió Julio Antonio Feo, lo transformó a ellos. No obstante nos dejó aquellos logros que contribuyeron a terminar con las sociedades fosilizadas de la época, y una nueva manera de hacer, ver y compartir la cultura. Sin el mayo del 68 no podemos entender el cine de François Truffaut ni a Albert Camus, las canciones de Juliette Greco ni al flaneur de Baudelaire, las poliédricas figuras de Boris Vian y de Picasso, Greenpeace y la Primera Conferencia Mundial sobre Medioambiente de 1972. Ni tampoco que la palabra sea, desde aquella primavera, el medio de expresión más directo para despertar la conciencia en la sociedad y abrir grietas en el sistema. Es cierto que algunos parecen juegos de palabras que esconden lemas de propaganda, y que otros se asemejan a eslóganes publicitarios pero todos tenían una fuerte carga crítica.

«Las paredes tienen orejas. Vuestras orejas son paredes». «Contempla tu trabajo: la nada y la tortura forman parte de él». «¡Viva la comunicación, abajo la telecomunicación!». «Todo el poder corrompe». «Queremos estructuras para el servicio de la gente, no gente para servir a las estructuras. Queremos tener el placer de vivir y nunca más el mal de vivir».

Gritos de anónima caligrafía a punto de cumplir 50 años, y que a pesar de la rendición de la conciencia y del pensamiento, continúan teniendo vigencia. Tal vez hoy día no sean capaces de crear, al igual que entonces, un público a través de una nueva literatura, de un cine, de un arte y del debate como la voz plural del pensamiento, pero sin su herencia sólo nos quedaría el páramo actual, lastrado cinco décadas después por la misma pérdida de confianza popular en el progreso lineal, en las promesas empresariales y gubernamentales, y por la deserción de la esperanza de lo político. La Historia se repite, o al menos emergen las raíces podridas del problema, con la diferencia de que unos evocan con resaca aquel proyecto de revolución, otros lo definen como el kilómetro cero de los males actuales, igual que hizo Sarkozy en 2007, y otros lo traen a la memoria como la esperanza de que siempre es posible rebelarse.

Tony Judt en Sobre el olvidado siglo XX nos habla de la facilidad con la que hemos olvidado el pasado, como si éste no tuviese nada que enseñarnos. Nos advierte de que la izquierda se ha quedado muda porque perdió hace tiempo su lenguaje para hablar sobre la desigualdad, la injusticia, la deslealtad y el vacío moral que centella entre la mansedumbre y el cinismo. Y sin embargo de que recupere su voz depende que repensemos un Estado eficiente y con solidaridad social frente al Down Jones y al índice Nikkei, que reestructuremos el debate público y la gente empiece a funcionar a favor de una reinvención de la vida.

Es cierto lo que dice Enrique Valiente Noailles «toda mitología de la felicidad tiene su mayo del 68».

Hagamos la palabra y la calle porque también sea una realidad.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es