Es sorprendente cómo las percepciones se inflan y se desinflan en función del momento y del entorno en que se desenvuelven. Así, por ejemplo, cuando la fealdad es el rasgo común de un pueblo, los feos se mudan al barrio de la invisibilidad. Gente horrorosamente fea comparte mesa y mantel, y taburete y caña, y cama y jugueteos carnales con gente fea de solemnidad, sin percatarse, es un poner, de que la inconmensurable testa del compañero de mesa, de taburete y de cama les impide ver el sol y el horizonte. Cuando la cabeza del prójimo nos impide ver el bosque, malo, tú...

Si en la pandilla hay un necio o un inepto, el resto de los pandilleros lo distinguen inmediatamente, por sus habilidades y sus capacidades de inutilidad, pero si es la inepcia la que distingue a la pandilla, la cosa cambia. Cuando la inepcia se convierte en el rasgo de semejanza distintivo de la pandilla, del partido, del pueblo..., la ineptitud y la necedad pasan a ser parte de la cotidianidad invisible. O sea, que cuando el volumen de inepcia es el suficiente, los necios y los ineptos pasan desapercibidos, porque nuestro cerebro, que es un órgano de altísimas capacidades, lo que no le gusta, lo que le desagrada, no está dispuesto a verlo.

En este sentido, conozco a un veterano turístico que forma parte de todos los saraos institucionales turísticos desde hace años, que es la prueba fehaciente de lo que expreso. Mi amigo, en petit comité, últimamente confiesa haberse convertido en vampiro, porque cuando se pone ante el espejo no se ve... Pobre criatura. Llevo meses intentando convencerlo de que no se trata de vampirismo, sino de que sus maneras y talante actuales no le gustan ni a su propio cerebro, que, por economía de esfuerzo, reacciona negándose a verlo. Pero no quiere entenderlo... Y ahí anda el hombre, despierto de noche y dormido de día, evitando el sol para no freírse.

Cuando los rasgos de semejanza a los que aludo se dan en la clase política, la cosa se refina. Nótese, si no, cómo, aunque todos los políticos, en primerísima instancia, conformen la gran tribu primigenia, por afinidad, se dividen en subtribus. Lo curioso, desde el aspecto antropológico, es que cuando, por ejemplo, a una tribu le sobreviene un afiliado de testa tan prominente que es perceptible desde allende el planeta, el afiliado cabeciancho se vuelve invisible para su propia tribu, pero no para las demás, que lo ven. Dicho de otra manera y con otro ejemplo: cuando un mal padre de una tribu le roba la hucha a los niños de todas las tribus, los únicos cerebros que perciben el latrocinio son los de las tribus ajenas, nunca los de la suya propia, aunque sus niños se vean afectados por igual. Curioso...

Obsérvelo, paciente lector, da igual la tribu en la que el afiliado cabezón aparezca, siempre se da el mismo fenómeno, que, obviamente, no obedece a un amor propio mal entendido, como algunos estólidos truchimanes de la realidad pretenden explicarnos, sino que obedece a dos causas: Una, las deleznables prácticas de los tartufos politizados ad hoc que usan la cotidianidad del fenómeno para sus propios fines. Dos, que esta despreciable especie últimamente se multiplica como conejos...

En lo turístico, la cotidianidad también es un hecho, y también se muestra selectiva históricamente. ¿Quién no conoce algún cabezudo turístico invisible? Pero, aunque las ciencias de la salud mental, como precepto universal, aconsejan potenciar y cultivar la consciencia de presente, en turismo no conviene malinterpretar la receta.

Nuestra evolución turística viene respondiendo a la vieja inercia de los máximos ingresos en presente, es decir, ¡ya...! Así es, pocos, o ninguno, condicionamos nuestros ingresos a favor del medio y largo plazo, sino más bien a favor del ¡tríncalo, pisha, que mañana es tarde...! Cortázar decía algo así como «no puede ser posible que estemos aquí para no poder ser». Y tenía razón...

Asumamos a Cortázar. Cesemos de hipotecar nuestro futuro basándonos en la cotidianidad viciada. Abramos los ojos al hecho de que crecer en función de satisfacer las necesidades circunstanciales de los mercados no siempre significa satisfacer sosteniblemente las nuestras. Tengámoslo en cuenta. Dediquémonos a impulsar nuestra cotidianidad a base de tomar consciencia de lo que podemos y no podemos ser sosteniblemente y, desde ahí, potenciemos y cultivemos nuestras posibilidades de presente.