Ayer me cobraron en la plaza de la Marina un euro noventa por un café cortado. Un precio infame. Un dolor. O sea, no un clavo paralizante, de esos de plaza mayor de ciudad turística, barroca o europea, tres euros, o de esos de chiringuito con pretensiones, 3,50. No. Era un clavo clavín. Un clavito que llevas todo el día en la frente.

Un clavo clavín que de vez en cuando se mueve y ya hace que te duela todo el cuerpo. Vas al baño y notas el clavo clavín. Vas a almorzar y ahí está, que pinchas una albóndiga y te da una punzada de no te menees. Está hasta cuando a la noche te pones el pijama. Joder, con el clavín. Un euro noventa. Le tiene uno leído a González Ruano que los artículos que mejor funcionan son los que reflejan la experiencia personalísima del articulista, así que refiero este sucedido por ver si logro la conexión sentimental, o al menos cafetera, con ese lector que tal vez ahora me lea en un cafetín o bar, en la barra, con el cortado en una mano y el periódico en la otra. Cuidado con la cuenta, a ver si la ciudad del paraíso se va a convertir en el paraíso de algunos a costa de otros. Llegados a este punto de la columna no sabemos si continuar por la senda cafelista, por la de denuncia ciudadana, tipo portavoz de la OCU o por el ruanismo, si bien acecha la tentación de hacer un Josep Pla, o sea, convertir la (mala) experiencia en una materia para elaborar una entrada de diario o dietario. Pla tal vez diría:

Sopla la tramontana, noche en vela. Llega la dulce primavera. Salgo a pasear por entre arbustos y al llegar al café me cobran uno noventa. Lío un cigarrillo antes de volver a la masía para que me vengan los adjetivos que describan lo que tal precio me produce.

Y en ese plan. A mí, sin descartar que es que yo sea un rácano no adaptado a los nuevos tiempos, lo que me produce el café, aún siendo caro, es una súbita euforia que me lleva una vez consumido en agradable terraza a caer en una sociabilidad como de viajante de comercio. O sea, de encontrarme a un conocido y ser hasta capaz de preguntarle cómo está a sabiendas de que tal pregunta conlleva el riesgo de que me lo cuente. Claro que lo mismo el amigo o conocido o pelma, viandante en cualquier caso, viene igualmente de tomar café y la conversación se enhebra a propósito de eso, de lo caro que se ha puesto el café (¡pues anda, que la leche!). Lo cual es buena excusa para ir a tomar otro, total, de algo hay que morir y si te pegan un clavo al menos te mueres cafeinado, sociable y en compañía de gente.