El individuo merodea en torno a una bicicleta que está apoyada en la puerta de una tienda. Mira a un lado y a otro, parece decidirse y, finalmente, salta resuelto sobre el sillín, coloca sus pies en los pedales y se la lleva a toda velocidad. Posiblemente se lucre más tarde con su venta en un mercadillo o en una tienda virtual. Hemos sido testigos de un robo, y los torpes intentos del ladrón por justificarse alegando que desconocía si la bici tenía propietario no harán sino aumentar nuestra indignación ante el delito que hemos presenciado, así como nuestra solidaridad con el legítimo propietario que sale de la tienda gritando: «¡al ladrón!¡al ladrón!». Porque nadie dudará que el perpetrador se merece ese calificativo.

Imaginemos ahora que no se trata de una bicicleta, sino del resultado de un proceso creativo: una fotografía, un texto o una ilustración. Puede que aparezcan como resultado de una búsqueda por internet y, aunque su propietario no esté a la vista -como tampoco lo estaba el de la bicicleta- es evidente que son el fruto del esfuerzo de alguien que ha consagrado no solamente un tiempo a su producción, sino también muchas veces una trayectoria profesional y años de investigación. Esas creaciones son indudablemente la propiedad intelectual de una persona. Tomar para sí lo ajeno contra la voluntad de su dueño convierte en ladrón al que lo hace, por mucho que entone a Espronceda: Que yo tengo por mío / cuanto abarca el mar bravío / a quien nadie impuso leyes.

Aunque en el caso de la propiedad intelectual parece existir una menor concienciación social, y el acto tenderá a ser considerado por algunos como una travesura o un malentendido, no nos equivoquemos: se trata de un delito tipificado en el Código Penal.