Ser clase media es una profesión kafkiana. De casa al trabajo, del trabajo al supermercado, y un día amaneces escarabajo. La vida patas arriba, y la duda de si uno está vivo, existe y sucede, o si sólo es un espectro de la sonrisa de un porvenir prometido. El espejo de la economía es el único que te devuelve el rostro cenicienta de echarle cuentas al presente, o la mirada perdida de la que han huido la identidad, la emoción del futuro e incluso la mueca de hastío antes de abordar otro día tóxico. Ese traguito de veneno que nadie ingiere voluntariamente pero al que la realidad empuja cada jornada a numerosos trabajadores. Mujeres y hombres, profesionales con prestigio y de solvencia demostrada, considerados simples piezas sin valor reconocido por la arbitrariedad y enfermizas exigencias de esos jefes que en tiempos precarios se vienen arriba. No es extraño escuchar, en conversaciones comunes y ajenas, amargas confesiones acerca del desgaste físico y emocional de los que sobreviven en esa nueva forma de heroísmo que es la resistencia en ambientes tóxicos.

Un amigo psicólogo me contaba estos días sobre el aumento del mobbing psicológico en las empresas con profesionales apartados de su rango, sin explicaciones ni funciones que desempeñar durante un horario interminable, a merced de jefes que ejecutan un trato entre la prepotencia y el vacío. Las bajas laborales por depresión están de actualidad. La causa es ese acoso psicológico que, según cifras del Observatorio Europeo de Condiciones de Trabajo, padece un 15% de trabajadores y del que apenas se denuncia un 6%. El miedo de los compañeros refugiados en la individualidad se convierte en una silenciosa y cobarde complicidad. No es extraño que la soledad del acosado lo conduzca al consumo de ansiolíticos, que también parece normalizado, para soportar esas situaciones que en algunos casos precipitan hacia un peligroso abismo. La angustia se enquista y duele entre la erosión progresiva y el miedo a perder el empleo, y a no encontrar en el mercado la posibilidad de saltar a otra ocupación.

No sólo las consultas de psicólogos y de abogados se llenan de víctimas de clase media. Hacienda anda pidiéndonos las credenciales y las ganancias, y se ha dado cuenta de que tiene su banco de datos lleno de fantasmas. Fugaces y en los márgenes en blanco los que no tributan amparados en sus posibilidades secretas para la evasión fiscal. Y encolumnados como bajas los que pertenecen a esa clase media que la crisis ató a la cuerda floja, sin que ninguna política del Gobierno le salvase el horizonte. Nunca imaginaron los que fueron educados para engrosar sus filas que su destino sería el paro y su destrucción en la pirámide social, en cuya cúspide siguen los mismos pero más ricos y a sus anchas que antes. Sus ingresos han aumentado con el expolio de los que disfrutaban de un nivel de vida adquisitivo conquistado con estudios, trabajo, disciplina, esfuerzo y decencia. El lema de aquella Casa de los Martínez de la sobremesa televisa de los sesenta, escrita y dirigida por Romano Villalba. Una ingenua comedia de la clase media, entre cuyas ruinas no rebota la luz del sol cuando orla lo que fueron los pilares en los que se asentaba el gran edificio del bienestar. Varios estudios recientes del Banco Mundial, de Save of Children, y del Centro de Investigaciones Pew acaban de incidir en el certificado de defunción que todos sospechábamos. La clase media está muerta y nadie espera que la resuciten, como pasa en las series televisivas. Tres millones de personas han sido expulsadas de su condición, y sólo un pequeño porcentaje en pie de sus miembros se maquillan, se hacen el nudo de la corbata y cierran la puerta de sus casas, como zombies a los que casi nadie se atreve a decirles que no tendrán jubilación, que sus hijos vivirán peor o bajo su techo, que su supervivencia low cost también tiene los días contados.

La frialdad de los números es elocuente y directa. Siempre utilizan silenciador y, por eso, su impacto no hace ruido social. Cada uno de los análisis nombrados, acerca de las clases medias en once países europeos, coincide en que Alemania, Finlandia y España padecen el mayor hundimiento: del 79% al 64%. En otra autopsia, la Tasa Arope, el indicador con el que la UE mide la exclusión social, sitúa a España 5,6 puntos por encima de la media europea y enumera en drama que seis millones de personas (el 34% de los/as asalariados) cobran menos del salario mínimo. Añade que en los últimos cinco años se ha acumulado una caída del poder adquisitivo de la remuneración media en un 4,5% (912 euros menos); que más de un 15% de las jornadas laborales son a tiempo parcial, y que dos de cada cuatro empleos es temporal. El modelo de vida que imperaba en Europa desde mediados del siglo XX -casa de tamaño razonable, educación para los hijos, sanidad pública y una pensión asegurada- es hoy patrimonio exclusivo de los ricos. Según el INE, el 25% de los españoles con educación superior no puede permitirse ir de vacaciones más de una semana al año; y al 22,3% le resulta complicado afrontar gastos imprevistos. Su lenguaje y hábitos continúan siendo los mismos: la preocupación por el desarrollo de los hijos a través de una buena educación, la adquisición de una vivienda digna, el disfrute de vacaciones veraniegas, la búsqueda del éxito profesional, y el ahorro como un colchón para la vejez. La suma de todo es lo que dramáticamente ha saltado en mil pedazos, mientras la clase media se mantiene en pie en el alambre, sin apenas tregua. Lo raro es que algunos, como mi amigo Félix Ruiz del Portal, al que echo de menos, mantengan la templanza y el buen humor a prueba de invierno y sol.

La globalización y la crisis han impuesto nuevos modelos de mercado y de vida. En El fin de la clase media Eduardo Narduzzi y Massimo Gaggi vaticinaban un sistema social polarizado entre una reducida burguesía tecnócrata con alta remuneración y una desclasada masa convertida en consumidores de usar y tirar, sin identidad social y cuyo poder adquisitivo no irá más allá de los bienes de primera necesidad. Este augurio se evitaría con políticas que protegiesen al trabajador y le diesen una buena formación permanente ante la velocidad de los cambios. Pero en cambio nos engañan con un espejismo que será descodificado cuando en un lustro o menos la robotización laboral destroce el funambulismo del empleo -ya está pasando con la banca que ha sustituido por cajeros automáticos el 37% de sus sucursales, destruyendo empleo, una medida que acaba de aplaudir Mario Draghi del BCE recomendando que sigan con los cierres y los despidos-. Lo que viene está claro: la proletarización y la desaparición de profesiones de clase media, mientras la ovípara codicia financiera de las grandes empresas reduce más los salarios, y las políticas de ajuste recortan los beneficios de lo público. La vida cotidiana sólo podrá mantenerse si, como defiende Podemos, se instaura un salario social, al que debería sumarse el resurgimiento de algún tipo de sindicalismo, o finalmente reventará en un conflicto mundial que quizás propicie una nueva paz social.

El futuro lo escriben las sociedades y el coraje de los ciudadanos. Y en el envite sólo hay tres cartas: la de aceptar ser víctimas; la de hacer lo que decía Eduardo Galeano, como recuerda mi amiga Ana Merchán, «mandarlo todo a la mierda, y volver a empezar. Abrir los ojos y largarnos a soñar». O la de exigirnos pensar y trabajar unidos por políticas y formas de vida que defiendan una economía social, una cultura humanista, y una ética de las ganancias y de la igualdad en contra del esclavismo, y a la altura del corazón de cualquier persona. O no sólo será la clase media lo que para siempre habrá desaparecido.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es