Un peine del que no había manera de deshacerse aparece al abrir una caja. Un soldadito de plomo con el que te habías encariñado se traspapela, si es que el verbo traspapelar puede aplicarse a un objeto. Desaparece un jersey, no hay quien encuentre los visillos, la mesita de noche se desconcha, se moja un libro sobre la revolución rusa, la lámpara se enciende sola y tres platos se quiebran igual que se quebrarían un sábado por la noche tantas esperanzas adolescentes. Una mudanza. Toda una experiencia vital. Se saben cuando empiezan (el día que llamas a la empresa de la mudanza). Pero no se sabe cuando acabas (siempre hay algo por recolocar y casi siempre un sentimiento que no se va que podría enunciarse finamente con la frase: yo no sé para qué carajo me meto en este follón).

La mudanza es darwinismo puro: sobreviven los más fuertes y que mejor se adaptan al medio. Es decir, sobrevive el empleado de la empresa de mudanza con más musculatura, el inquilino más paciente y los objetos a prueba de mala suerte. Con una mudanza tomamos conciencia de tres cosas importantes. Que digo importante, esenciales: lo mucho inútil que acumulamos, lo poco que poseemos y lo caro que es mudarse.

No es que las empresas que a ello se dedican sean prohibitivas, no, hay de todo, y funcionan generalmente muy bien, lo que ocurre es que puedes llegar a tener que pasar una noche fuera, o irte y darte a la bebida un rato por no pensar en el guirigay o estropicio que hay en la casa de la que sales y en la casa a la que entras. Si tienes niños pequeños, has de entretenerlos en la calle una, dos o tres jornadas, con el consiguiente desembolso en piruletas, patrulla canina, bazares chinos, bazares españoles, hamburguesas, batidos y gasolina. Se le quedan ganas a uno de, en lo sucesivo, no mudar ni de parecer. Las mudanzas a veces quitan el sueño. Pero peor es que te dejen sin pijama. A mí me pasó. Los pobres no tenemos pijama de entretiempo. Los de invierno los puse a la vista. Los de verano no. Cuando me instalé hacía calor.

Probé a dormir como Dios me trajo al mundo. Pero me trajo enfadado, así que probé a dormir desnudo. Frío. Me puse el pijama. Pijama de invierno: calor. No hay quien duerma con una mudanza. Y eso por no hablar del polvo que se acumula; un polvo que es como el Caribe de los ácaros. Un todo incluido cuya banda sonora son estornudos productos de la alergia. Si no hubiera mudanzas yo no tendría artículo. Si no tuviera que escribir este artículo ya habría acabado la mudanza. «Toda la vida es mudanza hasta ser muerto», dijo Valle Inclán. Yo soy algo más optimista. Prefiero pensar que mudanzas de verdad sólo hay dos o tres en la vida. Uf. Y que con cada una de ellas mejoramos de sofá. Aprendemos lo que vale un peine.

«El cambio es la única cosa inmutable», nos dejó dicho Schopenhauer, lo cual consignamos aquí por si alguien quiere mudar de filósofo de cabecera y adoptarlo a él. La ventaja es que ya está metido en una caja.