Fue la intemperancia. El ánimo mal medido ante los micrófonos. Incomprensible en su alto grado de veteranía, de hombre avezado y especialmente sensible al cálculo de las consecuencias, poco dado, en general, a los excesos. Se le desabotonó, no sin dramatismo, todo lo que va más allá del traje que le es propio, el que le ha sido tan rentable, el de funcionario, y que tan mal le queda a los alfeñiques de mesón que suele elegir de concejales, especialmente en las áreas que le gusta controlar directamente, en las que no deja un metro libre, arrimando como un patrón excesivo, esperando en todo caso la ejecución y el aplauso irreflexivo antes que cualquier tipo de juicio parecido al pensamiento. Dijo con tono de plato, más de pregón y de Champions League que de ingeniero, algo que, en realidad, suele hacer bastante a menudo, por más que la corbata y la capellanía lo desmientan; es De la Torre un hombre más pasional de lo que aparenta, aunque con una suerte política, que más allá de sus aciertos, recuerda a la que los del Atleti vemos siempre en el Madrid y en Cristiano Ronaldo. Al alcalde, en sus crisis, no le hace falta siquiera la muchachada de la peña del 45 que mueve a su voluntad y por las plazas Teresa Porras; está bendecido, y eso le permite que sus errores de bulto pasen no ya desapercibidos, sino directamente transformados en virtudes.

Se ha equivocado, y mucho, De la Torre con el asunto Banderas. Pero apenas le ha bastado con un poco de cosmética ojerosa, del consabido ramalazo rancio y sectario de algunos medios de comunicación, para darle la vuelta a la tortilla y ponerse del lado de los vilipendiados. Sin duda, una estrategia populista de manual. Y ya van con ésta muchas veces. Quieren hacernos creer De la Torre y sus disciplinados edecanes que Málaga pierde mucho con lo del Astoria, y ahí nadie puede estar en desacuerdo. Principalmente porque después del final de Melinda y Melinda y Luna de Avellaneda, las dos películas que algunos vimos para clausurar los cines Astoria y Victoria, estamos perdiendo todos. Con el desplante melodramático de Antonio Banderas, al menos, pasamos el rato en las tertulias y nos libramos a coste cero de un proyecto que venía a ahondar en el mismo gusto decadente que tanto gusta en este Ayuntamiento: el de la falsa colaboración público-privada, que en este caso suponía regalar a un grupo de empresas no exactamente filantróplicas casi el 75 por ciento de un edificio comprado con 21 millones de euros de dinero de todos. Que un teatro con 600 butacas -el Cervantes tiene más de un millar- rodeado de tiendas se entienda como proyecto de finalidad pública es lo mismo que pensar que Carrefour en lugar de Hacienda es nuestra patria. Y si ese era el objetivo, si lo que se quiere es un espacio rentable y comercial, lo insultante es todo este proceso, que no se venda directamente a Antonio Banderas o a Keanu Reeves, para que suelten lo que haya que soltar y hagan allí conciertos vip con cerveza por 35 euracos entre venta de pieles, Gunillas, croquetas y cinturones.

El alcalde, Francisco de la Torre, hablaba de exonerar de aval, de canon. De modificar la altura, de la barra libre. Hasta que llegó la oposición, también con Ciudadanos, haciendo sus cosas humillantes: reclamar garantías, el respeto escrupuloso de la ley, la defensa, en definitiva, de los intereses sociales y municipales. Mal asunto, casposo asunto, cuando la hacienda local empieza a gestionarse con sentimentalismo de folclórica, en plan diario Marca. No es serio. Y lo peor es que un hombre demasiado serio para no dejar de notarlo.