Recuerdo, como muchos adolescentes malagueños de mediados de la década de los años 70, que el puerto y el faro -La Farola- representaban un refugio en las melancólicas tardes de domingo. Alrededor de esta linterna espigada comenzaban a fraguarse los primeros tanteos emocionales, los cuales, sin ser conscientes en aquel tiempo y alumbrados por su disimulada luz intermitente, nos han acompañado constantemente.

En torno a esta torre vigía, iniciábamos el traspaso del umbral a una vida todavía incierta contemplando un horizonte ilusionante con la claridad de un atardecer atemporal, en una ciudad que se marchó para siempre junto a nuestros bisoños pasos. Ayer, La Farola -único faro con nombre femenino de la península- cumplió doscientos años de ser sempiterna atalaya; dos siglos como referente de Málaga, siendo testigo de excepción y partícipe de la historia de una urbe perfilada por su devenir significativo.

A esta señal le ha gustado su ocupación de amparar a barcos de todas la enseñas durante dos centurias como noble declarante de la memoria de esta ensenada, dibujada por brisas y temporales; le conmovía su quehacer de cómplice entre las parejas enamoradas abrazadas a su cegadora sombra. Este faro sigue siendo incorregiblemente sincero; con la sonrisa discontinua, después de tantos avatares, nos sigue ofreciendo con su mirada de humilde gigante la quietud del reencuentro con esta villa milenaria.

La Farola es un ente vivo, quien más que conformar parte del paisaje, lo ha engendrado; dibuja a Málaga de colores los cuales acaricia y templa; se sabe luz, olvidando algún día donde se sintió sombra; vive erguida y sin miedo y aún tras la niebla más densa sigue brillando para abonanzarnos la travesía por la bahía que ilumina. Tras doscientos años y un día, mi enorme gratitud. Farola, te deseo el más grato futuro por arribar.