Una proposición no de ley del PSOE para solicitar la exhumación de los restos de Franco en el Valle de los Caídos y su traslado al lugar que escoja su familia ha servido para resucitar la polémica sobre el destino del monumento que ordenó construir el dictador. La proposición fue aprobada por la mayoría del Congreso, con la excepción del PP, que se abstuvo, y no tiene efecto práctico alguno mientras no haya un Gobierno dispuesto a resolver la incongruencia que supone su pervivencia en una sociedad que ha elegido vivir en un Estado regido por valores democráticos. Porque lo que quiso representar Franco con esta obra queda muy claro en el Decreto de 1 de abril de 1940. «La dimensión de nuestra Cruzada, los heroicos sacrificios que la victoria encierra y la trascendencia que ha tenido para el futuro de España esta epopeya, no pueden quedar perpetuados por los sencillos monumentos con los que suelen conmemorarse en villas y ciudades los hechos salientes de nuestra historia y los episodios gloriosos de sus hijos. Es necesario que las piedras que se levanten tengan la grandeza de los monumentos antiguos que desafían el tiempo y el olvido». Y así comenzó la construcción de lo que Franco, a imitación de Felipe II, proyectó como un segundo Escorial. Una tarea ciclópea que se preveía finalizar en el plazo de un año pero que duró otros veinte de durísimos trabajos en la que participaron, casi en condición de esclavos, unos veinte mil hombres del vencido ejército republicano. Todo lo relacionado con el Valle de los Caídos adolece del gusto por la grandiosidad fascista. El entierro de Francisco Franco fue propio de un emperador romano o de un faraón. Pero el de José Antonio Primo de Rivera lo supera con mucho en espectacularidad. El 19 de noviembre de 1939 fue trasladado desde Alicante, donde había estado enterrado tras su fusilamiento el 20 del mismo mes de 1936, hasta el Escorial a hombros de escuadristas de Falange que se relevaban cada 10 kilómetros. La caminata era recibida en los pueblos con saludos fascistas, hachones encendidos y salvas de fusilería. Luego atravesó Madrid por la Gran Vía (rebautizada como de José Antonio) y llegó por fin a El Escorial donde la comitiva fue recibida por Franco. En vida, muchos historiadores opinan que Franco y José Antonio no simpatizaban, pero el uso que el dictador hizo de la figura del joven fundador de la Falange después de muerto fue muy provechoso para sus fines. Tanto que, para halagar al sector más fascista y antimonárquico del régimen, hizo enterrar a José Antonio donde descansan los reyes de España. Veinte años más tarde, ya concluido el Valle de los Caídos, hizo trasladar de nuevo sus restos a la basílica de Cuelgamuros, en una ceremonia donde tuvo que oír cómo un joven falangista le llamaba traidor. Con estos antecedentes, parece mentira que la clase política española no haya sido capaz de darle salida a este grandioso disparate.