El desencanto encumbra. Primero con una determinación colérica, próxima al asalto. Y más tarde con una sensación no precisamente magra de desesperanza, extensible a todos los órdenes, sin zonas vírgenes ni líderes apuestos para la redención. En política ambos caminos son despiadados. Y, como se suele decir con gallardía goyesca, también engendran monstruos; el primero por sobredosis enérgica, irreflexiva, y el segundo por un pasotismo, una resignación, que hace que las cosas pasen sin saber que pasan. Al más puro estilo Rajoy. En España, país de grillos, todavía no sabemos votar de una manera que no sea convulsa. Vivimos desde los inicios en una democracia histérica, en un intercambio permanente de consignas fatalistas que únicamente ha encontrado breves islas de paz en los momentos en los que la oposición dormía y la economía, ungida por Europa, se dejaba hacer. Más que una cámara de debate, el Congreso ha resultado siempre una especie de reunión agónica entre suicidas, un lugar no concebido para construir pacíficamente y entre todos el progreso, sino para librar al personal de todo tipo de apocalipsis, desde el España se rompe a la instauración del marxismo, el descalabro mayúsculo o la Guerra Civil. De todos los tópicos con sustancia sobre España lo que menos duele es el olor a ajo: en los otros estamos todavía a lo Amadeo, gobernados por gente ingobernable, encastillados en una frontera cada vez más notoria en las formas con puntos aparentemente intercambiables de la civilización. Este país vota habitualmente por compulsión, por miedo, de oídas. Dejándose guiar incluso menos por el bolsillo que por la cultura de la afrenta, del rencor. De ahí que Arriola opte una y otra vez por la estrategia de no hacer ruido, por el falso compostaje de la normalidad. El PP debería darse cuenta que el triunfo de su táctica es temporal. Y que tan pronto como cuando cuaje mínimamente un atisbo de ilusión, como ocurrió en la época transversal de Podemos, su vitalidad electoral comenzará a degenerar. Ojo con Pedro Sánchez, al que el martirologio tiene pinta de haberle sentado electoralmente muy bien, pero también con la soberbia. Se equivocan los populares si creen que su sorpresivo mantenimiento en el poder se debe a la penetración de su tendenciosa idea del sentido común. Rajoy no es presidente porque sea percibido como el más sensato. Y menos rodeado de su aparato, que ha rozado en muchas ocasiones el ridículo al intentar convertir en cláusulas racionales e inevitables lo que resulta en gran medida un ejercicio desviado de absoluta radicalidad. El PP no ha sobrevivido porque España confíe más en las tesis liberales (adulteradas en el caso del Gobierno de España) que en las socialdemócratas, sino por el efecto en cadena y las oscilaciones emocionales de la población. La indignación, presente y vigorosa en buena parte de la pasada legislatura, ha dejado paso al repudio descontrolado y sin discriminación. Un estado provocado a grandes rasgos por los errores concatenados y el clima de implosión continua en el que parece enquistada la oposición. Con Podemos electrocutándose en su falta de aplomo y de orientación y la zarabanda del PSOE, el PP parece convencido de que no hay escándalo ni mamandurria posible que pueda desalojarles a medio plazo del poder. Pero la carta de España, es la carta neurasténica. Y aquí la mecha siempre ha demostrado que no necesita demasiado tiempo para madurar. En tres años, si no se acaba esto antes, hay tiempo para que cambie siete veces la intención de voto y la composición. Así de bestias somos. Simultaneando los brotes verdes y la cola del paro con una noción política e impaciente de furibunda irrealidad.