En general, sin calibrar los particulares conflictos del gremio, soy un ferviente defensor del taxi como medio de transporte. Seguramente haya que hilar fino en cada uno de los entresijos y debates de un colectivo tan dotado de controversias. Me consta. Pero, aún así, por encima de eso, me gusta el taxi. Y no sólo me gusta, sino que lo uso con frecuencia. Tres o cuatro veces a la semana. Es un gasto que, a la larga, merece la pena. Y les hablo de economía, si me lo permiten. La carrera mínima, que es la que facturo normalmente, se queda en tres euros con sesenta y cinco céntimos. En esos casos, por ejemplo, si voy con mis hijos, el viaje me sale más barato que cogiendo el autobús. Que me compre un coche, me dicen algunos. ¿Para qué? No sale a cuenta. Sumen al mes el importe de la letra de la financiera, gasolina, seguro, impuestos, garaje, averías, imprevistos y búsquedas de aparcamiento. Ruina total. Además, puestos a hablar de comodidades, tampoco está de más decir que tengo la suerte de disfrutar las ventajas de una parada ubicada a los pies de mi casa. Eso, hoy por hoy, es una bendición. Casi como lindar con un Mercadona. Por otro lado, el anecdotario que mi experiencia recuerda en relación al uso del taxi ha sido siempre positivo. Un día, a mitad de viaje, me di cuenta de que me había olvidado la cartera en la oficina. Con las orejas gachas, le pedí perdón al conductor y le dije que sólo tenía varios euros en el bolsillo y que, cuando el taxímetro marcara ese límite, parara la carrera. Pero aquel profesional se negó en rotundo y me llevó a mi destino, aún pasado el importe que le pude pagar. No quiso saber nada de que volviera a buscarlo para saldar deudas. En otra ocasión, inmerso en una caravana que atosigaba la circulación de calle Carretería, otro profesional del taxi, sin mediar palabra, paró el taxímetro hasta que, después de unos minutos, la cosa volvió a fluir. Y como esas, muchísimas otras. No olviden, por otro lado, que estamos ante el único servicio de transporte en el que se paga después del viaje, y esto eleva las posibilidades de sufrir un "simpa". Díganle ustedes a un conductor de autobús que le van a pagar en destino, a ver qué perla les suelta. Por no hablar de la inseguridad que implica recoger a ciertas personas, por ciertos lugares y a ciertas horas en un oficio tan solitario y tan desprotegido. Hablamos, no lo olviden tampoco, de una profesión sin horarios, donde, posiblemente, uno juegue cada día con la diatriba de echar o no unas horas de más, o bien volver a casa y disfrutar un poco del hogar cuando ya no quedan fuerzas. Un oficio marcado por la injusta leyenda negra del taxista que da rodeos para cobrarte de más. Como si saliera a cuenta añadir un par de vueltas para rapiñar euro y medio. Ridículo. Y luego, si me lo permiten otra vez, volvamos a echar cuentas. Porque no todo lo que entra va a la saca. Que si sumamos los gastos mensuales del préstamo para la licencia y el del coche, gasolina, autónomos, impuestos, amortización e imprevistos, la cosa no es tan redonda ni tan fructuosa. Esa es la realidad del patio. La realidad de una profesión que, además, colabora en diluir la inseguridad ciudadana de las calles durante las horas de nocturnidad o poco tránsito. En mitad de la noche, paseando solo de vuelta a casa, una parada de taxis siempre es un respiro frente a la desagradable sensación de esos pasos que pudieran acercarse tras de ti con soniquete clandestino. Y no quisiera cerrar estas letras sin referir otra gran virtud del colectivo. Porque el taxista, dense cuenta, goza del viejo chascarrillo de los peluqueros de antaño, que no sólo te cortaban el pelo sino que, además, te daban conversación. Ellos, los taxistas, siempre tienen la solución a todos los males. Y si no, que levante el dedo el que, al menos una vez, no haya arreglado el país, la crisis, el estado de la Nación, el terrorismo y los presupuestos generales del Estado conversando con un taxista. Qué arte tienen.