Cuando el pueblo elige al tonto del pueblo como presidente se limita a ejercer la democracia representativa. No se trata de escoger al mejor -que eso nunca se sabe-, sino al que más apropiadamente represente los intereses de quienes lo votan. Si los necios deciden votar a uno de los suyos, su decisión será, por una vez, inteligente: o al menos adecuada a la lógica. El problema surge cuando los electores optan por líderes con aparentes desarreglos de conducta, como sucedió hace casi un siglo en la culta Alemania en el caso de Adolfo Hitler. O lo que ahora ha ocurrido en América con Donald Trump, dicho sea desde un punto de vista puramente clínico y sin ánimo de hacer inadecuadas comparaciones. El emperador del mundo no para de dar preocupantes muestras de extravagancia que algunos -o tal vez muchos- interpretan como síntoma de un trastorno cada vez menos oculto. Escribe tuits sin sentido en la alta madrugada, canta entre bamboleos de cadera el himno americano en un homenaje a los caídos y aprovecha sus giras por Europa para poner a parir a los europeos. Quizá esté reinventando la diplomacia como corresponde a un político hecho a sí mismo en contra de los partidos, de Wall Street, del sistema y del sursum corda. Trump no engañó a nadie, por muy grande que sea su afición a contar trolas. Se limitó a decir lo que querían escuchar las gentes de perfil más bien rural -o rústico- que le dieron el pase a la presidencia de los Estados Unidos. Votantes a los que la mundialización de los mercados y la revolución tecnológica habían dejado sin empleo encontraron a su líder natural en este adolescente de 70 años que gobierna a golpe de tuit. Lejos de sentirse incómodos por los modales de su presidente, es probable que sus electores se encuentren felices con el comportamiento de este Trump al que han llevado al despacho más poderoso del mundo. Después de todo, es uno de los suyos. Le llama al pan, pan y al vino, vino; ejerce con naturalidad la soberbia, desprecia los convencionalismos y le hace chuflas al establishment. Como ellos, mismamente. En cierto modo es un revolucionario, al estilo de la revolución nacional-sindicalista de José Antonio Primo de Rivera. Ganó su alta magistratura contra los partidos que hasta entonces representaban a la gente conservadora o progresista, sin más que apoyarse en el cabreo de la gente profesionalmente poco cualificada que reacciona con miedo a los nuevos tiempos. El suyo es el partido de los indignados, que tantas alegrías proporcionan a los demagogos: ya sea en Norteamérica, ya en la Francia de Le Pen, ya en la España donde sí se puede -y se quiere- volver a la época de los monopolios de Franco. Que el mundo esté gobernado por un tuitero al que de vez en cuando se le va la pinza es una circunstancia más bien anómala que acaso preocupe a los ciudadanos amantes de la racionalidad y del progreso; pero esto es lo que hay. Uno vota a quién más se le parece: y en apariencia son mayoría en tierras del imperio los que se ven reflejados en un líder de comportamiento tan singular como el del caprichoso Trump. Lo preocupante, si acaso, es que además de ser uno de los suyos, resulta ser también la primera autoridad del planeta. Suerte que aún quedan parlamentos y jueces.