Quedan pocos, y los que quedan van echando las persianas. Van cayendo, como los diez negritos. Al son de la canción de cuna que nos tararean los programas de descargas y los canales de pago, el último videoclub se enroca en su fortín de invierno. Sobreviviendo a una época que ya no le pertenece. Luchando en condiciones desiguales contra la inmediatez cinematográfica que acaparamos a teclazo de Enter. La misma inmediatez que incita a acumular dentro del disco duro una enloquecida multitud de archivos de video que jamás veremos y que nadie verá por nosotros. La cantidad frente a la calidad, el clic frente al trato personal y directo. Me consta que hay algunos más pero, en lo que a mis habituales respecta, únicamente me queda un videoclub de referencia en la ciudad. Esquina Santa María Micaela con Alameda de Capuchinos, que dirían los taxistas. Allí, Ociomanía resiste las embestidas del torrent para todos. Soportando estoicamente la vista gorda del Estado frente a la piratería. Pero, a pesar de los tiempos que corren, a mí, no les miento, se lo prometo, todavía me resulta romántico acudir al videoclub. Aún me sale a cuenta. La atención personalizada jamás podrá ser sustituida por la frialdad de las páginas de visionado online. La primera vez que entras en Ociomanía, Javier se muestra silencioso y discreto. A lo Clint Eastwood. Observa. Te deja hacer. Pero si reincides varias veces más, lo siento amigo. Ya te han sacado la ficha. Su conocimiento enciclopédico del cine, entre otras cosas, le da la suficiente seguridad como para echarte atrás tu elección del viernes noche. Más de una vez me ha quitado carátulas oscarizadas de la mano para ofrecerme otras que, según él, «eran más de mi estilo». Lo peor, o lo mejor, es que acierta. Atina siempre. Como si una suerte de don interno le permitiera discernir cuál es la película que te viene bien en cada momento. Pero esa es, señoras y señores, la grandeza que genera la profesionalidad. No sólo se trata de conocer tu campo, sino de controlar el patrón de tus usuarios, de saber explotarlo y de mantenerlo. Y Javier es un maestro del gremio, un viejo soldado de Flandes que sobrelleva las acometidas que hacen temblar los pilares de su profesión. Por su local campamos muchos fieles que cerramos filas en torno a él. Porque no todo es dispensar o despachar en plan macro. Porque lo humano, a la postre, le pese a quien le pese, es lo que marca la diferencia en el sector servicios. Y así, al final, cuando haces de Ociomanía tu casa y pasas algunos días sin acudir a levas, comienzas a echar de menos algo. Y no me refiero a las películas, sino más bien a la presencia, a las tertulias con otros clientes y al buen estar. A las conversaciones sobre series y novedades, sobre el cine de antes, el de ahora y el que está por venir. Y es que merece la pena sostener este viejo oficio que tan buenos momentos nos ha procurado en la infancia y en nuestro presente. Merece la pena apostar por el videoclub como centro de referencia para el ocio personal y familiar. Un lugar donde los pequeños, desde edad temprana, pueden acompañar a sus padres para escoger entre sus anaqueles la película de animación que se les antoje más pintoresca y regresar a casa con una sonrisa y un trofeo bajo el brazo. Ese toque, ese matiz, no lo da el torrent. Pero claro, quizá no haya tiempo ya de pensar en lo personal, ni en lo humano, ni en todo aquello que nos tenga que obligar a tratar con el otro. Quizá, en este tiempo hostil, no quede más remedio que plegarse a la pereza, a los dioses de la descarga y del disco duro rebosante. Y quizá por eso uno tenga que aguantar que lo llamen de tal o cual manera cuando reconoce, y a mucha honra, que sigue acudiendo al videoclub. Que si carca, que si antediluviano, que si el torrent, que si tal o cual. Sí, torrent. Una palabreja que he usado a lo largo del texto varias veces y que, en realidad, no tengo muy claro lo que significa. Ni falta que me hace.