La política se resume en exhibicionismo, y Pablo Iglesias ha materializado su sueño de ser presidente por un día. Hablar desde la tribuna del Congreso sin limitaciones de tiempo es el sueño de un politólogo que suspira por inscribirse en la tradición de los grandes parlamentarios españoles, si los hubiera. En el hemiciclo se ha representado El admirable Crichton, la farsa de J.M. Barrie en que el mayordomo pragmático asume el mando tras el naufragio de la estéril familia aristocrática. Por supuesto, acaba de dictador.

Iglesias se tomó tan en serio su presidencia eventual que costará convencerle de la provisionalidad del cargo. Rajoy puede contratarlo de sustituto, para los numerosos días en que necesita descansar y dado que ensayaron un minué bipartidista. Mientras el obseso sexual Rafael Hernando se centraba en Irene Montero como el niño freudiano en el dedo del prestidigitador, el fundador de Podemos extraía de su sombrero a Pedro Sánchez. Ejerció de portavoz del PSOE, de caballo de Troya que introducía de matute al líder socialista en el Congreso.

Iglesias se ha resignado a interpretar a Alfonso Guerra. El ganador de la moción de censura es Pedro Sánchez. El líder de Podemos ha servido de heraldo o Juan Bautista del enigmático mesías socialista. El PSOE se montó en la iniciativa de su vecino a la izquierda para plantear un remedo del debate del Estado de la Nación, desaprovechado por el decepcionante Ábalos. Cada vez que un diputado cita a Machado desde la tribuna de oradores, debería abrirse una trampilla que se tragara al osado.

Iglesias montó una moción de censuras para «ateos de la política», en la expresión de Michel Onfray. Los desenganchados no han regresado, pero el líder de Podemos cumplió con su misión de desnudar la actual estructura. Sus enemigos se quejan porque ahora lo querrían más radical. Malo si disiente y peor si se integra. Aunque el zigzagueo acabará por provocar tortícolis a sus seguidores, vuelve a demostrarse que la asimilación es la esencia de la democracia.

Ofrecer a Podemos una votación proporcional a su cuota ha funcionado mejor que las cansinas tácticas de banalizar y diabolizar a la formación. Iglesias no tiene la culpa, ni el mérito, de que cinco millones de votantes se hartaran de la izquierda establecida. Un siglo después de que llegara al Congreso el primer diputado del PSOE, el partido se ha situado como un bastión del sistema. En contra de lo que aconsejaban sus malintencionados valedores, apoyar a Rajoy era el camino más rápido de los socialistas hacia la irrelevancia.

Iglesias obligó a Rajoy a trabajar uno de los días de la moción, porque dos jornales seguidos hubieran supuesto un exceso. La moción también cargó las pilas de Pedro Sánchez, que fue más valiente durante su asalto a la secretaría general que tras coronar la cima. Por lo visto, el liderazgo institucional del PSOE imprime mal carácter. Sobre todo, el líder de Podemos marcó distancias con la otra formación emergente. Las acusaciones más sencillas son a menudo las más efectivas, y Albert Rivera se encontró en una situación embarazosa al recordarle que solo sirve de apéndice al PP. Mientras Ciudadanos se opone al referéndum catalán por anticonstitucional, acepta cesiones en Euskadi que ninguna Constitución igualitaria debiera tolerar.

Sobre todo, Rivera rabiaba porque ansiaba el papel de director de orquesta ocasional interpretado por Iglesias. Sin embargo, se halla maniatado. O mejor hipotecado, en atención a sus padrinazgos bancarios. Ha cumplido a la perfección con el papel de canalizar el descontento de derechas, pero ambiciona un protagonismo difícil, si persiste en rematar sus intervenciones críticas con un disciplinado «lo que diga Rajoy». Ciudadanos son los auditores internos del PP.

A menudo se olvida que los setenta diputados de Podemos también responden al mandato de sus votantes, que pretenden agitar las aguas. La ortodoxia sigue trabajando con un diferencial de legitimidad, como si aceptar un voto a Iglesias fuera más difícil que encajar el espectro completo de opciones LGTBI. Durante dos años, la consigna ha sido ningunear a Podemos, para succionar a continuación sus propuestas inteligentes. De hecho, se esperaba mayor audacia de quienes debían contrarrestar la vocación de Rajoy por declararse antisistema, según ha demostrado con su amnistía fiscal para compinches. Iglesias ha comprendido que una moción de censura es lo más cerca que llegará de la tierra prometida.