Ya nadie atraviesa los espejos ni cree que otra vida es posible. La crisis nos ha vuelto serios, respetables, dóciles y desencantados. Y a lo poco que nos atrevemos es a cruzar el semáforo en rojo. A diario fichamos, cumplimos, regresamos y cerramos a oscuras los ojos sin pensar si existimos, o si somos emoticones de copia y pega en cualquier parte. Ni siquiera nos planteamos si hay alguien que nos sueñe un futuro diferente, porque nos hemos acomodado en la cobardía o en exilio interior del escepticismo. No es extraño que la mayoría confiese no haber seguido la moción de censura al Gobierno porque la política les aburre y les resulta indiferente. No hay palabras nuevas que suenen a la posibilidad de una verdad ni discursos ilusionantes con probabilidades de realización. Muchos piensan que la realidad es una sucia niebla entre la utopía y la falta de credibilidad. Algo de razón tienen, y están en su derecho. Lo mismo que los que consideran que la política no es un plato que se sirve frio, y por ello debaten apasionados e impacientes -en público o en reuniones de amigos que celebran los afectos- entre réplicas y el afán inagotable de que sus ideales le discutan las coartadas a la opción que nos administra el espejismo de la mentira y la precariedad de la tristeza, como si nada más estuviese permitido. No diré que de ellos es el reino de los cielos pero sí que, como ha dicho el cineasta, Jonas Mekas, son soñadores lo que necesitamos, aunque fracasen.

Estoy de acuerdo a pie juntillas, y con el viejo mechero coreándolo en alto. Los soñadores son los poetas de la reflexión y de los sueños que se ponen a prueba con convicción y deseo. Algo de eso tuvo en esencia el discurso crítico de Pablo Iglesias -seguir la moción era una opción voluntaria pero necesaria para opinar y exigir democracia-, con aceptables razonamientos frente al indignante espectáculo de la bancada azul y sus paladines. Cuando uno sabe lo suyo de héroes a los que se les descubre el talón o la máscara, ha conocido la cocina política, como se aúpan los liderazgos y se manejan sus oscuros fontaneros, es muy consciente de que en España tenemos demasiados políticos de bisutería y de sonrisa planchada con la que te estafan la credibilidad y la vida, y muy pocos con solvente preparación y carta común de ciudadanía. Y que, salvo alguna que otra excepción, algunos de los problemas del PP son que sus corazones bostezan con la angustia de la calle y sólo se despeinan y se les corre el rímel cuando la izquierda amenaza con madurar y unirse contra la soberbia de quiénes se consideran los idóneos y férreos generales de un país que no funcionaría sin ellos.

Bastó con ver, aunque se haya olvidado fácilmente a vuelta de esquina de la noticia y sus imágenes, a quienes se hacen llamar sus Señorías arrullándose en risas frente las acusaciones de los numerosos casos de corrupción -que en una auténtica democracia hubiese determinado hace tiempo la dimisión de Rajoy-. Inadmisible resulta igualmente que Rafael Hernando se comporte como un machista con Irene Montero, y que su compañera de partido, además de mujer, Andrea Levy lo disculpe. No vivimos en un cómic aunque se empecine en creerlo la diputada, Ana Vázquez, dedicada a mandar mensajes bromeando con el aspecto de novios de la portavoz y el líder de Podemos. En el Congreso, en el que la democracia cumple 40 años y con algunos excelentes ejemplos de diputados, de concejales y de ministros, no pueden tener cabida personajes sin educación, sin ética, ni respeto a las argumentaciones del adversario. Arquetipos de la época de Felipe IV sin voluntad de autocrítica y mucho de chulería zafia, que se dicen representantes de la ciudadanía cuando su razón de ser, de llegar y gestionar el poder se fundamenta en el dominio feudal de las élites económicas, y en su actitud de autosuficiencia. Gobiernan porque una mayoría electoral se lo otorga, sí. También porque la falta de políticos con un conocimiento estadista de los retos que tenemos por delante evita que exista una alternativa que transforme el escenario, el atrezzo y la obra que desarrolla la vieja lucha por el poder y sus inmediatas, múltiples y contagiosas enfermedades morales.

¿Es posible que surja en nuestra democracia una política con mayúscula, con más imaginación y nuevos procedimientos para tomar decisiones que eviten que se agraven más los espacios políticos y judiciales, y a favor de una necesaria justicia social? En Portugal, a la que tan poco queremos tener en cuenta, el gobierno socialista de Antonio Costa lo ha demostrado con un pacto de izquierdas, firme y por encima de recelos. En poco tiempo y sin ruidos ha conseguido un retorno del crecimiento económico y la disminución del desempleo que ha pasado del 12 al 10%. Una unión por la superación del modelo neoliberal y en contra de las políticas de austeridad que promueven la devastación social en Europa. Pablo Iglesias se lo dibujó muy claro a Rajoy: la España de los logros económicos del PP nada tiene que ver con las numerosas vicisitudes de los ciudadanos de a pie. Lo mismo que sucede en Francia, en Alemania, en Italia. El presidente no escuchó. Prefirió parodiarlo: él no iba a presentarle una moción de censura.

¿Y el PSOE, le entendió? Después de las manos tendidas durante la moción debería ser que sí. Pero primero debe demostrar más allá del congreso que hoy termina que sabe restañar realmente las heridas y reiniciar una política con claras líneas de actuación y consenso. La base primordial para abordar su futuro con garantías, fajándose frente al PP o buscando la posibilidad de concesiones, acuerdos y una posición política con su izquierda que atraiga a la ciudadanía que no se siente representada desde la coherencia, las exigencias de la globalización y otra política menos turbia, sin chispa o que no termina de superar su tendencia youtubers.

El oráculo cercano es evidente. Sólo el PP, avalado por la dogmática fe de sus fieles que se tapan la nariz ante las evidencias por el miedo atávico a lo rojo, tiene garantizada su resistencia al alza. La opción contraria exige el convencimiento de que se puede hacer un programa de izquierdas sereno y atrevido a la vez, apoyado en políticas educativas y fiscales bien defendidas con una economía de libre mercado con conciencia social, y en soluciones alternativas que favorezcan la protección frente a las difíciles exigencias que seguirán llegando, y no provoquen demasiado pánico en los mercados y que éstos lo torpedeen. A favor están el elevado paro, la precariedad laboral, el empeoramiento de la capacidad adquisitiva, la emigración de los jóvenes, el hartazgo de circo y droga (arrogancia y corrupción) y de los desproporcionados privilegios de la clase política. La frustración y el enfado de la gente con las deshumanizadas e ineficaces instituciones del Estado, enrocadas en su pesebre.

El reto es acordar el punto de encuentro de esa izquierda en el centro de la izquierda. Posicionándose a la derecha ha fracasado en Francia y en España; hacerlo más a la izquierda de sus márgenes apenas encontraría respaldo y sus cauces democráticos los mercados los convertirían en un campo de minas; contar con Ciudadanos sería un caleidoscopio que exige a Rivera aclararse y desplazarse a la izquierda. Lo prioritario es negociar, sin ser cautivos de los dogmatismos, una mayoría de progreso. Las elecciones y las sumas son libres. La más ilusionante pasa por colaborar en la construcción de esa izquierda al centro de la izquierda, capaz de gestionar con éxito la alternativa de un modelo nuevo que haga renacer las esperanzas, la democracia, la estabilidad y el avance hacia una Europa social.

Sólo hace falta soñar, generosidad y trabajar unidos por encima del vértigo. Otro mundo es posible.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es